Volvamos a Borges. Su argumento, el de su ensayo, es preciso y fatalista: la tradición literaria de un país viene de lo que los escritores del mismo escriban; el tema debe ser universal (hay ecos de Lezama Lima, lo de esa universalidad que nos atraviesa el patio de la casa).
Aquí, en Mar del Plata, mientras tanto, el aire trae un gusto frío y el otoño por fin se planta. Viniendo de un país que no conoce las estaciones, donde el ánimo y el tiempo parecieran suspendidos en un sopor entre trágico y gracioso, no deja de sorprenderme lo súbito de algo que se aguarda. Treinta y cinco grados el domingo, hoy apenas ocho, apagar el ventilador y encender la calefacción. Es mi último otoño, mi último invierno por el sur que me ha acogido cuatro años ya. ¿Puede un escritor costarricense apoderarse de este ambiente extraño, y producir algo que sea suyo? La respuesta sería obvia por lo cliché, diría quizás, con mejores palabras, Borges. Buscar la universalidad en lo otro, en lo lejano, quizás sea más fácil (hay un cuento, de Tabucchi, sobre un travesti italiano que hace carrera en Mar del Plata, que me parece un ejempo de oro). Lo que no significa abandonar la historia. Empero.
Borges mismo, incluso el viejo que abjuraba de sus primeros devaneos con el lunfardo y los relatos de orilleros y compadritos, siempre supo plantar una visión universal sobre lo que acontecía y aconteció a su alrededor. En Argentina es así. Los eventos de su pasado remoto y cercano, producen no solo una copiosa literatura de análisis. Hay también un constante ir y venir de la historia a la ficción (sé que es el caso de Chile y Uruguay, de México y de Colombia, y por lo poco que he leído, del Brasil). Regodearse en el ayer, o catarsis, o simplemente aprovechar el que la historia es también un relato. En Costa Rica, contadas excepciones realzan el fenómeno opuesto. Existe el análisis –condenado a las librerías universitarias, es cierto: no creo que ninguno de esos textos sea bestseller en Costa Rica como lo son en Argentina-- pero me es difícil hacer memoria sobre una novela ambientada en la Campaña Nacional de 1856-57, en la guerra del 48, o la invasión de 1955. Habrá excepciones. Culpo más a las lagunas de mi mente. Pero poco me hacen hoy contra ese cliché facilista que le he escuchado a muchos autores costarricenses: que la ficción costarricense no se destaca porque nuestro país no tiene tragedias que contar (la frase es en sí un monumento a la desmemoria).
Quizás, arriesgo una hipótesis, nos venga la memoria flaca porque nuestras tragedias las olvidan incluso nuestros libros de historia. Recuerdo el libro con que hice Estudios Sociales en el colegio, de Carlos Meléndez: un estudio de movimientos socioeconómicos y debates entre el modelo colonial, el liberalismo y el estado empresario, que me trajo desde la conquista hasta 1980, como si la historia de nuestro país se hubiese limitado a un largo concilio entre economistas y científicos políticos. Aquellas lecturas no pasaron por los alzamientos contra Tinoco (la rebelión de Volio, el asesinato de Fernández Güell), la guerra contra Panamá por el Coto (hoy San Vito y Ciudad Neily estarían en Panamá, entonces; de esto me enteré leyendo Marcos Ramírez), el 48, en fin. Todo aquello que quizás hubiera vuelto interesante una clase para un aburrido adolescente al que lo traía sin cuidado la influencia marxista y del papa León XIII sobre las reformas sociales del 40, pero que quizás se hubiera interesado en aprender sobre la voladura del buque San Pablo por un submarino alemán en Puntarenas, sobre las calles de San José cubiertas con la harina de los desvalijados panaderos italianos y sobre tantos costarricenses de origen alemán enviados a campos de concentración en EE.UU. Por decir algo.
La recomendación de Borges, entonces, se hace anatema para los escritores costarricenses. Quizás por mal entendimiento. No estriba en evitar el uso del pachuco y el acento folclórico. Lo que escriba un costarricense es de automático y funestamente literatura costarricense, así los personajes hablen como Baudelaire. Entonces, evitar lo local no es abandonar lo propio, pero lo propio bien puede proveer de una sólida fundación, que por suerte ya está ahí. La historia que nos hace humanos a todos: la historia de nuestra historia.