martes, 8 de diciembre de 2009

Entre la duda, los pesos y la hipocresía

Difícil es hacer ciencia cuando la duda no existe. El principio cartesiano es la base de la revolución científica, pero también es su punto débil, porque con dudas, ¿cómo convencer a los que ponen los pesos? En mi ámbito me toca, a menudo, lidiar con preguntas de este tipo: "¿pero cómo asegura usted que su dispositivo va a funcionar?". Una pregunta que viene de especialistas en investigación, especialistas pero no investigadores, de los que creen a pie juntillas que la investigación puede enseñarse con manuales, charlas y presentaciones de Power Point. Especialistas que creen que la ciencia siempre es deductiva, que partiendo de una premisa, llego a una conclusión insevitablemente, si sigo el procedimiento correcto. Esa es la manera en que se asignan los fondos de investigación, y no solo en nuestro poco tecnológico país: se dan a aquellos que muestran, de manera más solida, cómo su proyecto tendra éxito. Pero lo cierto es que la ciencia, ante todo, es empírica, inductiva y, por ende, nunca asegura toda la verdad. Mucho menos el éxito. Pero eso suena a anatema, para muchos: que a menudo los descubrimientos son más obra del azar que del empeño, y que el saber-cómo sea siempre más importante que el saber-qué (lo siento, por los científicos naturales, pero es lugar muy común, que la técnica vaya generalmente adelantada a la teoría, sin por esto negar que la primera sin la segunda pende sobre el vacío). (Imaginarse aquí, a los Wright, llenando formularios en el MICIT, explicando como harán volar su aparato y fundarán la industria aeronáutica, desde una fábrica de bicicletas.)

Pero como dije, cuando hay dudas, sin prometer resultados, no es fácil obtener fondos. Ni premios ni ascensos. Entonces aparecen los casos, como el del reciente fraude a Nature y a Science, de Jan Hendrik Schön. La coraza académica es fácil de penetrar, si se usan los obuses adecuados, sobre todo los que apuntan al ego siempre adulable de la noble academia. Si uno ofrece los reconocimientos adecuados a sus pares y unos resultados dentro de lo razonable, más seguridad de oráculo a la hora de predecir, entonces la pelota está casi adentro. Nadie, pocos, verifican, si la predicción se hizo hacia adelante o hacia atrás. O si, en el camino, hicimos tests negativos, algo así como la infame falsación poperiana al menos, que tan pocos fans agrupa. ¿Por qué querría probar yo si estoy equivocado? No, yo quiero probar que estoy en lo cierto: porque el sueño de todo académico es predecir y que se confirmen nuestras predicciones. Es ser como un pequeño dios.

Ah... es la arrogancia epistémica. Linda frase que le robo a Nicholas Nassim Taleb. La de que todo se puede predecir (habrá quedado Newton atrás, pero no su ambición, la de un saber omnipotente): la economía, el clima (cómo me gustaría recomendarles el Cisne negro, de Taleb: una lección de humildad, si tanto fallan los meteorólogos prediciendo el clima de aquí a dos días, ¿cómo puedo confiar cuando me dicen lo que pasará dentro de cinco o cien años?).

Así, en Copenhague, se discute sobre cambio climático. Y la prensa nacional abunda en noticias apocalípticas. ¿Saben los lectores sobre lo disputable de muchas de las aseveraciones en esa conferencia? ¿Sabrán sobre el escándalo de los correos electrónicos y la manipulación de datos que borraron, de un plumazo, aquellos que insinuaban que el calentamiento de hoy no era nada nuevo, y que en los últimos diez años, las temperaturas más bien parecen haber caído? ¿Sabrán que son muchos los científicos que no participan de este movimiento, no porque no estén comprometidos con la conservación del planeta, sino porque no existe aún una respuesta clara a sus dudas, como el reconocido físico Freeman Dyson? Dudas que no solo se alimentan de los modelos, los cálculos predictivos—no mucho más robustos que los mismos cálculos financieros que tanto denunció Taleb como basura sin sentido que llevó directo al crack del 2008—, sino también de los intereses por debajo, de los millones de dólares en juego que solo se dan si, ante todo, no hay dudas en el medio. Y es que, cuando la limosna es grande, el santo tiene obligación dudar.

viernes, 13 de noviembre de 2009

De tejer la trama con Froilán

Texto leído durante la presentación de la novela La última adivinanza, de Froilán Escobar. En Paraninfo de la Universidad Nacional a Distancia, 29 de octubre, 2009.

Es mi opinión que la historia --esa que algunos gustan de poner en mayúsculas-- ha de nacer siempre leyenda o cuento, irá a recibir su mayoría de edad al acuerparse de solemnidades y maquinaciones políticas, y terminará como mentira o dogma (y conste que yo no ando muy seguro sobre si estas dos últimas palabras no son en realidad más que meros sinónimos). Al pobre Herodoto hoy lo acuchillan por griego y prejuiciado, y no creo que alguien hoy considere como referencia indisputada los seis o siete tomos de la historia sobre la segunda guerra dizque mundial que escribió Churchill, en medio de sus estancias de pintor-político en la riviera francesa. Pero como novelista, también, sé que contar y escuchar cuentos y leyendas, pintar historias, es inevitablemente una sed de esas tan humanas, que nunca se apaciguan. Y tengo la convicción de que algunas de esas leyendas no deberían estar condenadas a convertirse en historia: tienen demasiada belleza para dejarse a la merced de Maquiavelos y Príncipes.

Froilán, ya nos ha pintado muchas de esas leyendas. A veces, incluso, yendo contra corriente y contra barbudas efigies de bronce que fuman muchos puros y hablan aún más de lo que fuman, aunque digan más humo que ceniza. Generalmente, Froilán, actuando como si se tratara de un pinche escucha que, con esmero de amanuense, se limita a transcribir voces, miradas, olores, el fuácata de los rifles y los sueños de alguna mujer que vuela. Froilán, al que hace tanto conozco, tiene ese don: el de esconderse solitico entre las redondeces de la palabra, para contar cuentos que algunos ya han olvidado, o que han querido olvidar, o que han obligado a olvidar. Y así, soltar de lleno por su pluma un como universo de enjundias y floreteos que, en lo espeso de su caldo, nos plantan de bruces ante Martí, Maceo, las guerras cubanas por la libertad, la revolución y el ché Guevara, pero nunca como un panfleto, sino como el relato de un hombre que todo lo ha oído, y que no se resigna a dejar que sean solo las voces más broncas, con más pólvora y son altanero, las que terminen dominando la algarabía. A mí Froilán me parece un hombre sencillo que hace novelas sencillas que terminan pareciendo complicadas a algunos, que prefieren las historias oficiales, con vocabulario de farmacia, donde las justificaciones y razones son siempre racionales, marxista-darwinistas y paulinas. A mí Froilán me parece un hombre complejo que es demasiado sencillo para algunos, que no entienden que la literatura es como la pintura, porque Froilán es también pintor: coleccionar signos ajalmiados y estallarlos en universos y telas de millones de hebras, para que otros deshagan la madeja de mamá Goyita y la rehilen a su antojo, y así se creen otros mundos nuevos, donde Maceo cabalgue sembrando el terror entre los españoles, y donde los cimarrones anden sueltas sus espaldas negras por los valles, las ovas y las mogotes, rogando a Elegguá por un camino abierto y una patria libre.

La vida es la última adivinanza, dice esta novela. La tejemos y retejemos en un tratar de apresarla, de guiarla, de engancharla con nuestra carroza y no dejarla desbocarse a su antojo. Es en ese intento inútil de forzarla a ser lo que no es, que a muchos se nos escapan las agujas, se nos enredan las manos en el hilo, se nos revienta la puntada. Pero ahí estamos, de nuevo, tomando las agujas, rehaciendo el fracaso de los hilos anudados, como la Penélope guajira de esta novela hermosa, una niña casi mujer que recuerda lo que inventa, para tener de nuevo a su padre al frente, resucitado de entre los muñones y los cuerpos sin cabeza de una guerra cruenta y espantosa, con el sombrero calado y el tabaco en la boca. Una niña que es Froilán, porque lleva su sangre y su palabra, la de su familia y su progenie. La sangre de un compadre que, en esos azares del telar, vino a parar a Costa Rica a hacerse amigo de este hijo de polo campesino, a abrirle la mente y las vistas y ponerle un buen vaso de ron entre las manos, caballo, a enseñarlo a respirar hondo y llenarse de gusto con la poesía, como buen guajiro y polo, costarricense o cubano. Que salgan más novelas de ese telar, chico, que el mundo necesita más leyendas.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Yo también estoy enfermo

En estas pasadas tres semanas, he estado envuelto en tres incidentes de tránsito. Dos han sido causados por la irresponsabilidad de un conductor y un peatón respectivamente. Ambos, han terminado sin daños ni perjuicios porque, en el último momento, se logró evitar el accidente. En el tercero, por suerte también. Pero en este, soy yo quien ha actuado de manera irracional. Entonces, me di cuenta. Que yo también me he contagiado. Que al volante, soy capaz de reaccionar de una manera ilógica, desprovista del más mínimo sentido común. No me es fácil admitirlo. Y por ello, me doy cuenta, de lo grave que es entonces la situación actual con nuestro manera de conducir. En Costa Rica, estamos enfermos, y no es algo que una ley, unas cuantas multas, parezcan poder controlar.

En su libro, The Tipping Point, Malcom Gladwell ofrece un panorama similar sobre la delincuencia en Nueva York. Su irresistible aumento durante los años 70 y 80, y el “inexplicable” descenso durante los 90. Inexplicable según las hipótesis más comunes: que la delincuencia es producto del desempleo, la segregación social, la violencia televisiva, la blandura de las leyes. Gladwell, apoyándose en el trabajo de varios científicos sociales, propone: que lo sucedido en Nueva York fue un típico caso de epidemia social. Igual que una moda. De repente, miles de neoyorquinos se vieron afectados, en sus dos variantes (víctima y victimario) por la epidemia de la delincuencia. Y que por muchos años, esta epidemia creció hasta volver la ciudad un campo de batalla donde las calles se vaciaban en las noches, y tomar el subterráneo era casi una sentencia de muerte. También, dice, que fue el accionar clave de las autoridades municipales, en dos o tres puntos básicos, lo que controló y luego extinguió la epidemia, hasta convertir a Nueva York en una de las ciudades más seguras del mundo. Se limpiaron las calles de basura, se limpiaron de grafitti los vagones del metro, y se aplicó un control estricto sobre los delitos menores. En menos de dos, tres años, las calles de Nueva York volvieron a estar pobladas de abuelos paseando a sus nietos, de familias haciendo picnic en el anteriormente espeluznante Parque Central.

Yo creo que, en mi caso, soy víctima entonces de una epidemia similar. Un virus social que nos ha contaminado a casi todos los costarricenses, y que nos ha transformado en psicópatas del camino. Los bocinazos, insultos, embotellamientos, rutas sin señalizar, violaciones de semáforo, son solo síntomas, no causas. Hay algo más profundo, que sin importar profesión, nivel de ingresos, sexo, raza, nos transforma en personas incapaces de medir el efecto de nuestras temeridades. Algo que se traduce en escenas casi de fantasía: un motociclista, en plena acceso a la rotonda de la Y Griega, pretendiendo enviar un mensaje SMS por su celular, con ambas manos, mientras hace equilibrio sobre su moto en marcha. Una persona así está enferma, no solo porque es un atentado contra la vida de los demás, sino porque ni siquiera se percata del riesgo en que pone su vida. Una persona así, ha perdido el más básico instinto, el de conservar su integridad física. Una persona así, está gravemente enferma, y necesita atención rápida. Como los miles de costarricenses que circulamos por nuestra calles, víctimas de una epidemia fuera de control.

viernes, 17 de julio de 2009

Los pies en la tierra (¿Y cómo cambiamos? II)

La delicia del juego social es el perpetuo confrontar entre el mundo de las ideas y aquello que borrosamente percibimos como la realidad. Si un libro es siempre catalogable por aquel libro perfecto hacia el que nos conduce (Maurice Blanchot), la praxis política ha de ser entonces evaluada por cuán cerca lleva sus abstracciones al diario convivir de los gobernados. Pero lo que aparece aquí expresado de manera tan obvia es quizás, por la misma naturaleza humana que nos mantiene en la cueva, algo que parece jamás podremos del todo lograr en el mundo que llamamos real. Ante nuestros ojos, el discurso político se transforma en una enardecida declaración de principios y objetivos indisputables pero a la vez inclasificables si no imposibles de verificar. Hablamos de justicia social, de seguridad ciudadana, de desarrollo y equidad, de probidad y rendición de cuentas. Los actores se suben al podio y recitan filípicas que conmueven y enardecen. Pero detrás del fácil discurso hay un vacío casi de hierro, e intenciones que solo a la distancia de los años se adivinan. Y sumamos desencanto, pérdida de fé, cinismo, al constatar que ninguna de las expectativas que depositamos en nuestros elegidos se cumple. Mas cuando se reinicia el proceso, sorprende entonces como la sociedad (y por sociedad pienso en cada individuo por separado), que por años ha venido cuestionando el proceso y la falta de logros de unos y otros, no es capaz de volverse hacia los nuevos candidatos y confrontarlos con la llaneza necesaria para aclarar sus motivos. Al final, la catalogación se reduce a pullas y descalificaciones: es un pillo, es un corrupto, es un inútil, o en el mejor de los casos, a un desfalleciente y resignado: es el menos malo.

Cabe que este patrón de conducta sea inherente a la raza humana. Ciertamente, somos antes seres emocionales que lógicos. Incluso en las sociedades que algunas veces usamos como ejemplo universal, es posible ver cómo usualmente los argumentos políticos se construyen sobre entidades abstractas como la patria, el país, la democracia, la libertad y la justicia social (me vienen a la memoria los cotilleos de salón proustianos, como, dependiendo los ideales de moda, era bueno codearse o no con judíos o burgueses o ser amigos de austríacos e ingleses). No parece hacer mella en dichos argumentos el que sean la base para elaborar planes y proyectos sociales que, en gran medida, irán contra los mismos argumentos abstractos de los que pretenden originarse. La pasada administración yanqui es un ejemplo obvio de como la distorsión patriótica fue usada para violentar la libertad individual, precisamente el más sagrado principio del partido entonces gobernante, principio que hoy blanden como dogma casi religioso contra el proyecto “socialista” de la presente administración.

Aquí entre nosotros, en las etapas iniciales de otra justa electoral, será pronto posible reconocer esos facilismos oratorios que proponen metas inalcanzables (o al menos contrastables) por su misma intangibilidad. Progreso, desarrollo, justicia y seguridad, se aderezarán con pizcas de obras prometidas (algún puente, alguna escuela), pero aquellos pasos necesarios y renovadores, que por años son una y otra vez rescatados por estos mismos políticos una vez pasada la campaña, desaparecerán del discurso a lo largo de la misma. Lo importante será casar nuestra fidelidad con uno u otro eslógan y sentimiento de pertenencia.

Por buscar ejemplos pedestres, será difícil escuchar a ningún candidato presidencial, diputadil o municipal, hacer referencia a reformar a la ley de Patentes de licor, a proponer un estudio del millonario juego con las concesiones del espectro radiofónico, a la necesidad de rotular nuestras casas, calles y avenidas como un mínimo gesto para facilitar las labores de asistencia y rescate cuando no de comunicación, a la incomprensible renuencia a adoptar la elección directa de diputados y regidores, a la innegable realidad de un sistema de privilegios educativos que despoja a decenas de miles de sus escuetas posibilidades de salir de la prostración económica y vital. Las tangibilidades quedarán circunscritas a la oferta inmediata y demagógica, al recuerdo de las grandes obras pasadas (de repente grandiosas para el ojo miope al que se le coloca la lente del fanatismo), y con ello el majestuoso carro ritual de la política inmediata proseguirá su avance en honor a Kali, sin importar los extáticos fieles aplastados bajo sus ruedas sino hoy, mañana sin duda.

jueves, 9 de julio de 2009

Regresar es empezar de nuevo

Tres semanas y es como un curso relámpago de inmersión. Recordar los recovecos de la casa antigua. En dos semanas pasé el choque con la burocracia, las reglamentaciones, las puestas al día oficiales con todas las instituciones que de una u otra forma conspiraron con mi exilio voluntario de 4 años por el sur (trámites lejos aún de la conclusión). Una semana de recuperación obligatoria y aún tengo la agenda llena de llamadas pendientes, de vínculos por reconstruir. Luego de los amigos vendrá el trabajo de limpiar los vocablos, rehacer la lengua y readaptarme a la idiosincracia. Pero esta es una estadía definitiva, así que habrá tiempo para deshacer la madeja tranquilo.
Mas ahora, en que me he quitado los lentes vacacionales de mis últimas visitas, me saltan astillas a las pupilas que juro que me asustan. Quizás porque cuatro años sirven también para eliminar los filtros contra algo que ya estaba allí pero que mis sentidos no veían. Me cuesta acostumbrarme de nuevo a las calles y las casas sin número (tuve que recurrir a Google Maps para averiguar la localización del Consejo de Seguridad Vial: en todos los sitios oficiales la dirección era la misma: La Uruca, así, nada más). De repente, buscando en el dial, se me hacen demasiadas el montón de emisoras que trasmiten-locutan en inglés (en mal inglés). Y me ha chocado un poco la maña de muchos funcionarios que me han atendido en estos días, de mezclar el usted con el tú. Eso y tantas madres que he escuchado, dirigiéndose a sus niños con tuteos de cariño maternal: "Ven aquí, siéntate acá". El vos, me temo es cada vez menos popular en mi tierra. (Solo en Cartago, me parece, se mantiene corriente y fuerte: bien por la vieja metrópoli). Ya hasta los diarios como Al Día, y las emisoras como Super Radio, prefieren el castizo tú. Pero yo prometo dejármelo en mi lengua como un recordatorio anquilosado de mi herencia; cuando mis coterráneos estén tuteando ya todos yo trataré de ser el último en insistir con el voseo que usaba mi abuelo, aunque me digan luego que mi "vos" viene de creerme argentino por los cuatro años allá en la Patagonia, como me espetó alguna vez un amigo mexicano. O al menos me iré a vivir a Cartago, no más.

lunes, 22 de junio de 2009

¿Y cómo cambiamos?

Los acontecimientos se suceden con tal frenesí que resulta difícil no sentirse tan rápidamente abofeteado como para percatarse de quién ha sido el responsable de freirte a punta de galleta las mejillas. Y si bien a veces, en el breve interregno de anonodamiento posterior al cachetazo, puede caber un súbito instante de cognición, de aquello que Joyce llamaba la Epifanía, lo típico es que la furia/frustración del asalto más bien nos ciegue con una venda de humillación e impotencia. La sucesión de las malas noticias crean un ambiente de catástrofe, quizás inflado, pero tangible. Y aunque siempre queda esa esperanza, la de que por una vez la venda caiga y nos revela en un flash luminoso la verdad junto con las ansiadas respuestas (esas que se refleja oblicuamente en el común denominador de nuestros males), normalente debemos conformarnos con un pispear dificultoso por entre la venda apretada. Volviendo a la cachetada, enlazo aquí como ilustración, en uno de mis blogs favoritos, el maremágnum de sentimientos y reacciones producidas por la eliminación de la restricción a los vehículos. ¿Pero, no es posible, luego de un breve análisis del post y sus comentarios, descubrir un patrón que, si lo analizamos más a fondo, sea quizás la misma causa de nuestros pesares? Por mi parte, luego de llegar al comentario quinceno o décimo sexto, hubo algo de luz: la tendencia de quienes respondían a la frustrante noticia a descargar en otros las acciones necesarias para reparar lo que percibían como injusticias, o pero aún, un aletargamiento en un complejo ir y venir de culpas y análisis post-factum para justificar lo ocurrido. Quizás, porque los humanos tenemos esa tendencia a los ajustes de cuentas y los justificativos, como si no fuera mejor, antes que debatir por qué nos hemos caído en un charco de estiércol (me robo de una película francesa la imagen), salirnos del mismo y, luego sí, estudiar las razones de nuestra caída para evitar otra.

No descalifico por ello los comentarios. Yo mismo soy proclive a tomar los rumbos de la crítica antes que de la reflexión. Y ciertamente, el meollo de gran parte de la discusión en el blog citado se centraba en un dilema nada sencillo de resolver: definir la primacía entre los derechos del individuo versus los de la sociedad en que habita. Nada sencillo: desde La República platónica al menos se viene tratando de dilucidar el tema. Pero el punto no está ahí, al menos para mí. Es decir, no en si es imposible zanjar la cuestión individuo-sociedad, sino en que para volver útil la disputa es necesario un cambio en la receta de la discusión. Puede que hallar la solución sea imposible de todos modos, pero menos posibilidades tienen las discusiones escolásticas de resolver problemas como el anterior. Antes que los silogismos sobre el sexo de los ángeles, ¿no es mejor partir de alguna premisa, aunque equivocada (¿y quién, en definitiva, puede saber si son correctas o no si no se comprueban antes?) y no inmobilizarnos ya sea en el fatalismo medieval (“Dios lo quiere así”) o en una retahíla de argumentos y contrargumentos que, aunque brillantes, no sacarán a nadie del embotellamiento de tránsito por si solos?

Este asunto me trajo inevitablemente a la memoria las imprecaciones de Thoreau contra sus contemporáneos: la ruidosa indignación moral de tantos contra la esclavitud en los estados del Sur de EE.UU. y la hipócrita guerra contra México, que se concluían con un resignado: “Pero en fin, ¿qué le vamos a hacer?”, y un orgulloso “Además, no es nuestra responsabilidad”, para continuar luego con sus negocios habituales. El fatalismo santulón que sufrían aquellos yanquis del siglo XIX es lo que sufrimos nosotros: no solo es malo que el gato ande sin cascabel y que nadie se atreva a ponérselo. Lo peor es que vivimos con la ilusión de que alguien, algún día, mágicamente, se lo pondrá sin que nosotros debamos tomarnos la molestia. Y mientra tanto, vivimos apesadumbrados porque el milagro no ocurre (pero claro, a gusto con nuestra conciencia tranquila de buenos e intachables ciudadanos). Encerrados en nuestra creencia de que la representatividad democrática funciona como artilugio maravilloso, esperamos que el sistema responda sin asumir la responsabilidad de que el sistema lo formamos nosotros. Y si alguien, de pronto, da sorpresivamente con el hallazgo, y proclama: Pero esto lo podemos arreglar, no faltará quienes exijan pruebas y se planten en la acera de enfrente a exigir primero un acuerdo unánime, como si un barco se dejara de hundir solo porque todos en el mismo se deciden a exigir al unísono que no lo haga. ¿Por qué esperar a ponernos de acuerdo para salvar el barco? ¿No podemos, todos, con nuestras escasas fuerzas, ofrecernos como voluntarios para tapar al menos uno de los huecos en el casco con nuestras manos? Algunos los taparán bien, otros quizás no tanto, pero dudo que pocos, al final, lo hagan tan mal que el barco no se salve. Quizás, incluso, algunos aprenderán y podrán enseñar a los demás, y así aparecerán nuestros verdaderos guías y no los iluminados patéticos de palabra fácil que seguimos ansiando como salvadores y líderes, para que nos digan qué hacer y cuándo hacerlo. ¿Somos acaso ovejas, como decía Franz Fanon, para necesitar pastores? ¿Es que no podemos, con el limitado alcance de nuestras fuerzas, arrancar el proceso de cambio nosotros mismos?

Insisto: no importa si nuestro esfuerzo es quizás errado. Al fin y al cabo, la multiplicidad de posibles respuestas al problema humano, a todas luces irreconciliables para un sencillo ser como quien escribe, obligarán a tomar partido entre las propuestas (que en mi caso, como puede resultar obvio, pasa por el enfoque individualista y civil que propone Thoreau y que desarrollaron en sus luchas Gandhi y Martin Luther King, condimentado con algo de la libertad negativa de Isaías Berlin). Pero dicha esfuerzo individual, en un sistema democrático, bien puede construir entonces, a través de la interacción con las definiciones y acciones individuales del resto de los ciudadanos, en una solución colectiva que satisfaga a la gran mayoría. El resultado es más que la suma de las partes. Es el principio formativo de una democracia participativa: aquella en que sus ciudadanos escapamos al facilismo de la opinión y las quejas, y tomamos en nuestras manos una pequeña parte de la acción

No se entienda por esto que es éste es un llamado anárquico. Creo en el orden. Un orden que viene del equilibrio y el consenso entre organismos con sentimientos que, a veces, somos capaces de razonar. No reniego entonces del Estado, porque entiendo, como lo define Thoreau, que éste debe ser ante todo un ente facilitador, que resulta conveniente por la necesidad colectiva de regular las relaciones de derecho público y privado entre individuos. La ironía—que no se le escapó a Thoreau como no se nos escapa a quienes sufrimos al Estado costarricense—es que normalmente el Estado deja de ser un facilitador para convertise en lo que llama mi amigo Fernando Nuño: una máquina de impedir. Algunos países, quizás cegados por la premura de sus conflictos, optan por soluciones titánicas para compensar ese anquilosamiento: refundar el estado, reescribir la constitución, o traerse el sistema abajo para empezar de cero. Una inútil lucha por demás: la tendencia al obsolescencia es ineluctable, y la continua refundación por otra parte puede destruir equilibrios benéficos a los que solo se ha llegado tras procesos sociales de larga data, y cimentar líderes oportunistas y coyunturales con afanes megalómanos (Sin dejar de lado un hecho contundente e irrefutable, para aquellos que defienden los movimientos revolucionarios, de que en algún momento debe parar cualquier revolución: desde un sentido meramente físico, vivir en una completa girar ya es una renuncia de antemano a la igualdad entre individuos, el que hoy está arriba, mañana estará abajo, pasado mañana arriba, pasado pasado mañana abajo otra vez... excepto por el Gran Líder, ese queda siempre arriba...). Paradójicamente, son aquellos países más conservadores en el proceso de cambio de sus Estados, pero donde los individuos tienen una mayor libertad e injerencia en el funcionamiento de los mismos—aquellos que avanzan a cuenta gotas en las modificaciones estructurales y legales de su ordenamiento, y donde sus ciudadanos inciden más en la definición de los pequeños asuntos del devenir diario—, los países que han logrado un sistema más equitativo para la mayoría de sus ciudadanos. Pienso en Gran Bretaña (con un sistema parlamentario de siglos, sin más constitución que un acta firmada por Juan Sin Tierra a un montón de nobles sajones de pocas pulgas), o los EE.UU. con su constitución de finales del XVIII. Aún más paradójico. Esta misma Costa Rica inamovible de la que hoy nos quejamos, con un Estado y una constitución estable para todos los fines prácticos desde 1871, que solo ha ido incorporando sus modificaciones –no siempre benéficas, es cierto—luego de arduos procesos de trabajo y participación conjunta (como el pasado TLC con EE.UU.), es la que, pese a dicha aparente inamovilidad, posee una sociedad envidiable comparada con el resto de nuestros vecinos—con serias falencias aún, no lo niego.

Entonces, el asunto parece no pasar tanto por la inamovilidad, o por moverse demasiado rápido, sino en aprovechar la estabilidad del sistema para promover el cambio positivo, no nocivo (suena, un poco, a ingeniería de control de sistemas). Pero desde la perspectiva individual—al fin y al cabo la que nos importa y sobre la que tenemos alguna decisión—, el asunto es ser sinceros sobre nuestra capacidad de cambio, y ser conscientes de hasta donde llega nuestra noción de sacrificio y aceptación de responsabilidad. Hay alternativas. La primera opción es la política. Y en una democracia, esta opción debe serlo aún más: la participación ciudadana no debe limitarse a emitir un voto y a opinar. Si se coincide en que los políticos, los dirigentes que tenemos no funcionan (ese omnipresente “no hay por quien votar”), entonces la opción es postularse uno mismo. El sistema político nacional provee de cientos de puestos elegibles, a nivel del gobierno nacional o municipal. También son elegibles, mediante concurso, todos los puestos de función pública. Y si no se puede/desea formar directamente parte del Estado, es posible actuar a través de los grupos paralelos que también conforman a nuestra sociedad, como los sindicatos, las asociaciones solidaristas y de desarrollo, los clubes deportivos y sociales, los cientos de ONGs existentes. Si todos los ciudadanos actuamos—si todos ponemos nuestras manos sobre alguno de los agujeros del casco—, será posible remover esta masa inercial y hacer evolucionar nuestra sociedad hacia una más justa y beneficiosa para cada individuo: salvar el barco. Hablar –tal como lo hago ahora—es gratuito. Si tan solo lográramos transformar nuestras bien fundamentadas quejas en un poco de acción...

martes, 9 de junio de 2009

Y bien...

Fueron cuatro años. Los resultados que importan están en estas fotografías y, sobre todo, en la memoria (habría que sumar muchos papeles: como si la vida pudiera atraparse en un ir y venir de certificados y firmas legalizadas). Me preparo para el regreso y las muchas nostalgias que me van a quedar. Un país siempre te marca, especialmente cuando hay cariño de por medio.

En todo caso, aquí están: fotos de los circuitos hechos y comprobados, y de parte de la mucha gente que me apoyó para lograr mis objetivos. Falta la dulce sensación, irreproducible, la de ver que algo hecho con tus manos funciona (y adentro el confort de los muchos amigos y amigas hechos en el transcurso). De izquierda a derecha y en orden descendente:
a. Banco de pruebas para detector de sonidos impulsivos tales como disparos armas de fuego.
b. El detector encapsulado.
c. El detector por dentro. Un banco paralelo de filtros de ondita y una unidad de cálculo de energía.
d. Un localizador de fuentes sonoras.
e. El localizador en el campo de pruebas.
f. Otro localizador, basado en un filtro lineal de Kalman.
g. Banco de pruebas del localizador de Kalman.
h, i. Finalmente, parte de mis amigos del laboratorio en Bahía Blanca y de Mar del Plata, que por cuatro años me soportaron entre ellos. A ellos un gran abrazo.

















martes, 21 de abril de 2009

Los nuevos aires

En su ensayo “El escritor argentino y la tradición” cita Borges a Gibbon en su Historia de la declinación y caída del Imperio romano: en el Corán no hay camellos. Por eso se sabe que el Corán lo escribieron árabes. No hay necesidad de color local. En todo caso, no sé si Borges conocía lo disputable de la aserción (muchos musulmanes serían rápidos en responderlo, una búsqueda en la versión en línea del Corán señala la palabra camello citada en la Sura 88, verso 17: el animal sobre el que Dios nos pide reflexionar). En todo caso, la excusa es un punto fuerte de partida: lo local no debe limitar al escritor. Shakespeare escribió de Verona, de Dinamarca, relató la historia de un rey escocés. La mejor novela sobre México, a mi parecer, la hizo un inglés (Malcom Lowry). Como sentenció alguna vez Nicanor Parra (manipulando a Huidobro, y citado tal cual por Bolaño, al que yo repito con mi débil memoria de prosista): los cuatro mejores poetas de Chile son tres: Ercilla y Darío.

Volvamos a Borges. Su argumento, el de su ensayo, es preciso y fatalista: la tradición literaria de un país viene de lo que los escritores del mismo escriban; el tema debe ser universal (hay ecos de Lezama Lima, lo de esa universalidad que nos atraviesa el patio de la casa).

Aquí, en Mar del Plata, mientras tanto, el aire trae un gusto frío y el otoño por fin se planta. Viniendo de un país que no conoce las estaciones, donde el ánimo y el tiempo parecieran suspendidos en un sopor entre trágico y gracioso, no deja de sorprenderme lo súbito de algo que se aguarda. Treinta y cinco grados el domingo, hoy apenas ocho, apagar el ventilador y encender la calefacción. Es mi último otoño, mi último invierno por el sur que me ha acogido cuatro años ya. ¿Puede un escritor costarricense apoderarse de este ambiente extraño, y producir algo que sea suyo? La respuesta sería obvia por lo cliché, diría quizás, con mejores palabras, Borges. Buscar la universalidad en lo otro, en lo lejano, quizás sea más fácil (hay un cuento, de Tabucchi, sobre un travesti italiano que hace carrera en Mar del Plata, que me parece un ejempo de oro). Lo que no significa abandonar la historia. Empero.

Borges mismo, incluso el viejo que abjuraba de sus primeros devaneos con el lunfardo y los relatos de orilleros y compadritos, siempre supo plantar una visión universal sobre lo que acontecía y aconteció a su alrededor. En Argentina es así. Los eventos de su pasado remoto y cercano, producen no solo una copiosa literatura de análisis. Hay también un constante ir y venir de la historia a la ficción (sé que es el caso de Chile y Uruguay, de México y de Colombia, y por lo poco que he leído, del Brasil). Regodearse en el ayer, o catarsis, o simplemente aprovechar el que la historia es también un relato. En Costa Rica, contadas excepciones realzan el fenómeno opuesto. Existe el análisis –condenado a las librerías universitarias, es cierto: no creo que ninguno de esos textos sea bestseller en Costa Rica como lo son en Argentina-- pero me es difícil hacer memoria sobre una novela ambientada en la Campaña Nacional de 1856-57, en la guerra del 48, o la invasión de 1955. Habrá excepciones. Culpo más a las lagunas de mi mente. Pero poco me hacen hoy contra ese cliché facilista que le he escuchado a muchos autores costarricenses: que la ficción costarricense no se destaca porque nuestro país no tiene tragedias que contar (la frase es en sí un monumento a la desmemoria).

Quizás, arriesgo una hipótesis, nos venga la memoria flaca porque nuestras tragedias las olvidan incluso nuestros libros de historia. Recuerdo el libro con que hice Estudios Sociales en el colegio, de Carlos Meléndez: un estudio de movimientos socioeconómicos y debates entre el modelo colonial, el liberalismo y el estado empresario, que me trajo desde la conquista hasta 1980, como si la historia de nuestro país se hubiese limitado a un largo concilio entre economistas y científicos políticos. Aquellas lecturas no pasaron por los alzamientos contra Tinoco (la rebelión de Volio, el asesinato de Fernández Güell), la guerra contra Panamá por el Coto (hoy San Vito y Ciudad Neily estarían en Panamá, entonces; de esto me enteré leyendo Marcos Ramírez), el 48, en fin. Todo aquello que quizás hubiera vuelto interesante una clase para un aburrido adolescente al que lo traía sin cuidado la influencia marxista y del papa León XIII sobre las reformas sociales del 40, pero que quizás se hubiera interesado en aprender sobre la voladura del buque San Pablo por un submarino alemán en Puntarenas, sobre las calles de San José cubiertas con la harina de los desvalijados panaderos italianos y sobre tantos costarricenses de origen alemán enviados a campos de concentración en EE.UU. Por decir algo.

La recomendación de Borges, entonces, se hace anatema para los escritores costarricenses. Quizás por mal entendimiento. No estriba en evitar el uso del pachuco y el acento folclórico. Lo que escriba un costarricense es de automático y funestamente literatura costarricense, así los personajes hablen como Baudelaire. Entonces, evitar lo local no es abandonar lo propio, pero lo propio bien puede proveer de una sólida fundación, que por suerte ya está ahí. La historia que nos hace humanos a todos: la historia de nuestra historia.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Update

Puse un nuevo relato aquí: Hermanos. Siempre dentro del ciclo de Crónicas del Mictlán. Espero en unos meses colocar el ciclo completo. Por ahora, los relatos restantes siguen en revisión. De paso, luego de mucho pensarlo, en unos días iré poniendo algunos capítulos de mi nueva novela: El luto de las libélulas

miércoles, 28 de enero de 2009

Despedida a D.F.W.


Para mí son como efectos paralelos de alegría, la de toparse inesperadamente con un escritor y llegar a la parada en el mismo momento en que aparece el autobús. Asunto de la casualidad. Yo iba buscando al narrador de American Psycho y Less Than Zero. Porque quería leer a un autor norteamericano que me fuera contemporáneo (lo había hecho sin arrepentimiento con Franzen y sus Correcciones, la supuestamente más grande novela americana, otra más, como Underworld, o The Bonfire of the Vanities). Ahora, por supuesto, yo conocía el efecto Amazon: quienes compraron este libro, también compraron el de Juan. Pero yo tenía, en el fondo de la oreja, el tintineo del nombre. David Foster Wallace. Y ahí estaba, con mi tarjeta al frente, doble filo de plástico: vamos a darle.

Y se vinieron. Brief Interviews with Hideous Men y Oblivion. B. Easton Ellis quedó luego en la lona. No pasé más allá de 30 páginas en ninguna de sus novelas (de American Psycho rescato los consejos para una buena afeitada). D. F. W. (como dicen que le decían) fue más violento. No me soltó del cuello. Y la simple y sencilla alegría de tomar el autobús esperado sin esperar se transformó en un viaje hacia una prosa deslumbrante, hacia un narrador nato capaz de tenerte atado a la página con grilletes de seda. Que alguien sea capaz de clavarte con un cuento sobre ronquidos que no dejan dormir, con uno sobre el estudio de mercado de un pastelillo (cuyas muestras planea quien dirige el estudio llenar de veneno), sobre la capacidad de un veterano del Golfo de cagar obras de arte, en el recuento desde el más allá de un suicidado que se consideró siempre un impostor (¿lo habrá leído, Wallace, a Machado de Assís? improbable, el tono es tan distinto, y sin embargo...), en el asfixiante relato de una paciente bipolar (cargado de pedantes notas psicoanalíticas al pie, de un vaivén igual de exasperante al del relato principal), no sé, conozco pocos con ese talento. Quizás Poe. En fin. Fue Wallace un tipo que supo navegar el mal, lo recóndito de lo humano/oscuro. Sin excusas ni finales justicieros. Que aplicó la fórmula de Chejov, la de que la literatura no puede explicarnos el mundo, solo presentárnoslo tal cual es. Todo envuelto en un lenguaje elaborado, a veces enrevesada y deliciosamente proustiano, a veces artístico como el de Nabokov en su mejor inglés, con un humor negro pero también candorosamente cercano a la chanza perpetua de Rushdie. Lejos, muy lejos, del mal estilo taquigráfico que algunos se empeñan en decir que aprendieron de Hemingway.

Entonces, cuando vino la noticia, la de su suicidio, yo ya lo tenía en mi panteón. Sin haber leído la que dicen es su obra maestra, su novela de primerizo, Infinite Jest. Un escritor como esos que aún produce la narrativa yanqui y que los editores yanquis y anglos aún publican e incluso venden bien (yo me imagino, por estos días, a Cortázar aparecerse por alguna editorial en castellano, digamos con Bestiario, por no decir Rayuela, la patada en el culo que le darían).

Así me vino el shock. Pocas veces me pasa, que me afecte así la muerte de un escritor (algunos lo comparan con Cobain, puede ser: estrellas fugaces que iluminaron poco y demasiado, porque se fundieron en un solo esplendor). Será porque, luego, rumiando, descubrí que ahí estaban las pistas, en sus cuentos-noveletas. La depresión, la mentalidad obsesiva, la angustia. Como alguien que ha caminado por el borde de ese precipicio, sé lo que debe sentirse caer: como el único alivio a mano. Wallace era en sí un libro abierto. Del que no se abrirán nuevas páginas.

sábado, 3 de enero de 2009

En busca

Fui a buscarlo. Mi amiga Magda, catalana de muchas lecturas, lo adora y me lo recomienda. Ella que no es lectora fácil de convertir. Viene de ser traducido al inglés. Dos de sus relatos—exquisitos—aparecen en la edición en línea de New Yorker. Pero es raro eso de leer en lengua anglosajona algo que se sabe nació en la nuestra. En ninguna de las 5 librerías que he visitado, dos en Bahía Blanca, una en Mar del Plata, dos en San José, lo tienen en castellano. No lo dejan murmurar en su idioma (hay, para quien le interese, en Multiplaza, dos recopilaciones de sus “nouvelles” en ediciones Folio, pero si ya cometí sacrilegio de leerlo en inglés, no puedo permitirme un pecado aún mayor). Yo presiento que Roberto Bolaño será otro Borges en cuanto a su revolución. Yo, tan amante de lo barroco en lo latinoamericano (me lo dice Heriberto, lo tengo claro) me deleito en la prosa precisa, milimétrica y punzante de un chileno que vivio casi toda su vida fuera de Chile. Es un escape de la plenitud comercial que se nos abalanza de pleonasmos a lo García Márquez. Quizás por eso, la escasez, a primera vista. Aunque yo pienso, que circula algo peor. La desaparición de tanta editorial pequeña, la transformación del ambiente literario en castellano en un mercado al estilo de la música pop. Hace algunos años, existían aquellas ediciones de bolsillo. Clásicos en castellano y traducidos. Así conocí a muchos de los que se convirtieron en mis favoritos: Yourcenar, Kipling, Faulkner, Kafka, Cortázar, Puig, Dostoyevski, Mishima, Pavese. Hoy hay ediciones de lujo y nada más (sé, que las ediciones de bolsillo siguen existiendo, pero que casi no se exhiben: cuestiones de espacio supongo, mientras se llenan los estantes con los clásicos Penguin, Livre de Poche, Folio; siguen los galos y los anglos adelante nuestro). De Yourcenar, por ejemplo, llevo meses localizando la versión en español de Opus Nigrum para regalársela a una amiga. Pero no hay en librerías. Ni siquiera en Buenos Aires, aquella meca antigua de cafés a lo parisino, con librerías como océanos. Por suerte hay Internet. 9.6 Euros en el Corte Inglés por la soberbia novela de la belga. De una vez, voy a llenar el carrito con el chileno.
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