domingo, 28 de julio de 2013

Sesenta años de juventud


Bajo el sombrero de paja, no importan las arrugas en la papada ni el bigote cano que sigue siendo ralo --como el de un niño junto a su hermano más barbudo en muchas fotos de las que se tomaron aquellos días por la sierra--. Porque esta revolución sigue siendo de los jóvenes, como dijo el niño anciano. Por eso viajaron a aplaudirlo con ansia otros tantos viejos que también prometen futuro para sus pueblos.  
A sesenta años de la hazaña en el Moncada, a otros tantos del juicio en que el máximo comandante --aún sin barba que disimulara el mentón hundido-- se declaró absuelto por la historia, a unos pocos menos de las cruentas batallas en la selva y el descenso de los mau-mau a la ciudad, se siente la esperanza aún viva. De que el mundo amanece y hay una nueva ruta en la bŕujula. Por ahora solo falta esperar a que los viejos que fueron jóvenes no se olviden de morir.

jueves, 18 de julio de 2013

Detrás del mito

 
El ocaso de los mitos

Edward Snowden vive en un aeropuerto. Trayvon Martin está muerto. Snowden es rubio, la barba que siempre lleva de escasos días bien delimitada con cortes precisos de navaja, detrás de los lentes angostos un par de ojos que miran inexpresivamente y un cuerpo pálido y esmirriado: es un Bill Gates en sus veinte, aunque alguien diría más atractivo (al menos lo suficiente para ligarse una novia campeona del baile de caño, acróbata de ojos claros, rostro hermoso y un cuerpo atlético expuesto en ropa interior en decenas de fotos publicadas en su propio blog: la extrovertida chica en lencería, novia del tímido protector de la intimidad personal). Martin, debajo de la capucha, miraba más bien con ojos dulces, sus labios gruesos tenían aún el brillo infantil de un muchacho que aún no alcanza la hombría, el pelo crespo negro y corto, la tez limpia de espinillas o granitos, algo tan poco común en un adolescente yanqui, y un cuerpo también esmirriado, que a primera vista parece escaso debajo de las hombreras de jugador de fútbol americano del equipo de su escuela. Al primero lo persiguen porque creyó, quizás de una manera en extremo ingenua –pues algunos arguyen que este derecho no está realmente respaldado a nivel mundial: su invocación a las conclusiones del juicio de Nuremberg y al Declaración Universal de Derechos Humanos son para muchos criterios endebles– , que no hay derecho a que un Estado espíe nuestra intimidad. Al segundo lo mató un vigilante civil, que creyó que el adolescente de diecisiete años actuaba de manera sospechosa, mientras caminaba por un residencial en Florida de vuelta de una pulpería donde había comprado caramelos para su hermanastro.
Para justificar el embrollo en que se ha metido el primero con su madre patria, habría quizás que aplicar el dictum del taciturno Spock: las necesidades de la mayoría tienen más peso que las de las minorías (excepto en el caso de los banqueros). Proteger al Estado –es decir, a la colectividad, si creemos que un Estado realmente representa a un pueblo – está por encima de las necesidades de cualquier individuo.
En el segundo caso, será cuestión de torcer un poco el argumento para llegar a la misma conclusión. Un vigilante protege a la colectividad (aunque la misma policía aconsejara a este vigilante no seguir al adolescente), y por esa responsabilidad voluntariamente asumida, está entonces en su derecho de interpelar a quien considere sospechoso, aunque lo sea únicamente por el tono de su piel (así como el Estado, en aras de protegernos, puede espiar sin límite a los que cree que pueden hacernos daño). Siguiendo la cadena de razonamientos entonces, Zimmerman, determinó el jurado, tenía derecho a defenderse y matar a Martin (no importa si fue Zimmerman quien inició confrontación con un arma de fuego en la mano; es solo un detalle, al menos para el jurado). Y por tanto, Estados Unidos tiene derecho de arrestar, juzgar y condenar a Snowden por revelar que el Estado escucha sin permisos judiciales a prácticamente todo el mundo.
Las historias de un hombre joven y de un adolescente, ambos sin ninguna de las trazas que harían suponerlos amenazantes o peligrosos, han abierto dos ventanillas por las que podemos esculcar la realidad detrás del mito igualitario y progresista de una Nación que se dice líder del bienestar humano. Pero también ofrecen un contraste lapidario de lo que significa el origen étnico. A Snowden lo persiguen por haber cometido un acto voluntario y con consecuencias. A Martin, le han matado por lo que era –un adolescente afroamericano--, no por lo que hizo o dejó de hacer. Habrá que preguntarle a cada uno de los jurados: ¿cuál es la forma correcta de reaccionar ante un hombre que se nos acerca pistola en mano? ¿Dar la vuelta y simplemente alejarse caminando, como dijo una de las que absolvió a Zimmerman? Y... eso es precisamente lo único que hacía Martin el día que lo asesinaron: caminar.

miércoles, 9 de enero de 2013

Confesión de indolencia


Quiero empezar al año con confesiones y justificaciones antes que con promesas. Ha pasado un año y sigo si escribir nada nuevo, lo que se me viene haciendo costumbre desde hace bastante rato --al menos desde hace un año.
Hay siempre una excusa para no arrancar y aquel sentimiento de culpa que antes al menos servía de latiguillo flojo hoy no es ni siquiera una comezón convincente. Es quizás problema de leer tanta literatura científica en los pasados meses (es una de las consecuencias de adquirirse un lector-e y las facilidades de bajar ahora casi cualquier libraco por internet), y pues bueno, con tanto estudio estadístico sobre el comportamiento, bien dotado de resonancias magnéticas cerebrales, pues últimamente voy creyendo que quienes no encuentran problema en cada día sentarse a escribir lo hacen porque, así como yo no lo tengo en bajarme como hoy un paquete entero de suspiros merengados (y ayer una torre de galletitas de chocolate, y unas cuantas obleas rellenas de crema), éstos tiene la pulsión insaciable de escribir metida debajo del resuello. No hay un esfuerzo racional sino una manía que no se puede ahorcar, que aprisiona la voluntad y la retuerce en la dirección de la letra, como la que a mí me enlaza la mano y la dirige hacia el paquetito de celofán, lleno de esa delicia sucrosa que sé bien me llenará de caries los dientes y de sebo la cintura. 
Pero hoy, tendido en la cama, refugiado del verano austral patagónico a 35 grados, he descubierto que con todo y eso, no resiento sinceramente que mis ansias sean más prosaicas que las de escribir un bestseller (y a la vez agradezco que sea un vicio inocente este de comer dulces sin freno en vez de llenar de más letras inútiles el mundo, y no uno de esos que para satisfacer corre uno riesgo de irse a la cárcel o peor, lograr ser electo presidente sospechando que el cáncer a cuestas no te piensa dejar asumir).
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