Quiero empezar al año con confesiones y justificaciones antes que con promesas. Ha pasado un año y sigo si escribir nada nuevo, lo que se me viene haciendo costumbre desde hace bastante rato --al menos desde hace un año.
Hay siempre una excusa para no
arrancar y aquel sentimiento de culpa que antes al menos servía de latiguillo flojo hoy no es ni siquiera una comezón convincente. Es quizás problema de leer tanta literatura científica en los pasados meses (es una de las consecuencias de adquirirse un lector-e y las facilidades de bajar ahora casi cualquier libraco por internet), y pues bueno, con tanto estudio estadístico sobre el comportamiento, bien dotado de resonancias magnéticas cerebrales, pues últimamente voy creyendo que quienes no encuentran
problema en cada día sentarse a escribir lo hacen porque, así como
yo no lo tengo en bajarme como hoy un paquete entero de suspiros
merengados (y ayer una torre de galletitas de chocolate, y unas
cuantas obleas rellenas de crema), éstos tiene la pulsión insaciable de escribir metida debajo
del resuello. No hay un esfuerzo racional sino una manía que no se
puede ahorcar, que aprisiona la voluntad y la retuerce en la
dirección de la letra, como la que a mí me enlaza la mano y la dirige
hacia el paquetito de celofán, lleno de esa delicia sucrosa que sé
bien me llenará de caries los dientes y de sebo la cintura.
Pero hoy, tendido en la cama, refugiado del verano austral patagónico a 35 grados, he descubierto que con todo y eso, no resiento
sinceramente que mis ansias sean más prosaicas que las de escribir un bestseller (y a la vez agradezco
que sea un vicio inocente este de comer dulces sin freno en vez de
llenar de más letras inútiles el mundo, y no uno de esos que para
satisfacer corre uno riesgo de irse a la cárcel o peor, lograr ser
electo presidente sospechando que el cáncer a cuestas no te piensa dejar asumir).
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