viernes, 13 de noviembre de 2009

De tejer la trama con Froilán

Texto leído durante la presentación de la novela La última adivinanza, de Froilán Escobar. En Paraninfo de la Universidad Nacional a Distancia, 29 de octubre, 2009.

Es mi opinión que la historia --esa que algunos gustan de poner en mayúsculas-- ha de nacer siempre leyenda o cuento, irá a recibir su mayoría de edad al acuerparse de solemnidades y maquinaciones políticas, y terminará como mentira o dogma (y conste que yo no ando muy seguro sobre si estas dos últimas palabras no son en realidad más que meros sinónimos). Al pobre Herodoto hoy lo acuchillan por griego y prejuiciado, y no creo que alguien hoy considere como referencia indisputada los seis o siete tomos de la historia sobre la segunda guerra dizque mundial que escribió Churchill, en medio de sus estancias de pintor-político en la riviera francesa. Pero como novelista, también, sé que contar y escuchar cuentos y leyendas, pintar historias, es inevitablemente una sed de esas tan humanas, que nunca se apaciguan. Y tengo la convicción de que algunas de esas leyendas no deberían estar condenadas a convertirse en historia: tienen demasiada belleza para dejarse a la merced de Maquiavelos y Príncipes.

Froilán, ya nos ha pintado muchas de esas leyendas. A veces, incluso, yendo contra corriente y contra barbudas efigies de bronce que fuman muchos puros y hablan aún más de lo que fuman, aunque digan más humo que ceniza. Generalmente, Froilán, actuando como si se tratara de un pinche escucha que, con esmero de amanuense, se limita a transcribir voces, miradas, olores, el fuácata de los rifles y los sueños de alguna mujer que vuela. Froilán, al que hace tanto conozco, tiene ese don: el de esconderse solitico entre las redondeces de la palabra, para contar cuentos que algunos ya han olvidado, o que han querido olvidar, o que han obligado a olvidar. Y así, soltar de lleno por su pluma un como universo de enjundias y floreteos que, en lo espeso de su caldo, nos plantan de bruces ante Martí, Maceo, las guerras cubanas por la libertad, la revolución y el ché Guevara, pero nunca como un panfleto, sino como el relato de un hombre que todo lo ha oído, y que no se resigna a dejar que sean solo las voces más broncas, con más pólvora y son altanero, las que terminen dominando la algarabía. A mí Froilán me parece un hombre sencillo que hace novelas sencillas que terminan pareciendo complicadas a algunos, que prefieren las historias oficiales, con vocabulario de farmacia, donde las justificaciones y razones son siempre racionales, marxista-darwinistas y paulinas. A mí Froilán me parece un hombre complejo que es demasiado sencillo para algunos, que no entienden que la literatura es como la pintura, porque Froilán es también pintor: coleccionar signos ajalmiados y estallarlos en universos y telas de millones de hebras, para que otros deshagan la madeja de mamá Goyita y la rehilen a su antojo, y así se creen otros mundos nuevos, donde Maceo cabalgue sembrando el terror entre los españoles, y donde los cimarrones anden sueltas sus espaldas negras por los valles, las ovas y las mogotes, rogando a Elegguá por un camino abierto y una patria libre.

La vida es la última adivinanza, dice esta novela. La tejemos y retejemos en un tratar de apresarla, de guiarla, de engancharla con nuestra carroza y no dejarla desbocarse a su antojo. Es en ese intento inútil de forzarla a ser lo que no es, que a muchos se nos escapan las agujas, se nos enredan las manos en el hilo, se nos revienta la puntada. Pero ahí estamos, de nuevo, tomando las agujas, rehaciendo el fracaso de los hilos anudados, como la Penélope guajira de esta novela hermosa, una niña casi mujer que recuerda lo que inventa, para tener de nuevo a su padre al frente, resucitado de entre los muñones y los cuerpos sin cabeza de una guerra cruenta y espantosa, con el sombrero calado y el tabaco en la boca. Una niña que es Froilán, porque lleva su sangre y su palabra, la de su familia y su progenie. La sangre de un compadre que, en esos azares del telar, vino a parar a Costa Rica a hacerse amigo de este hijo de polo campesino, a abrirle la mente y las vistas y ponerle un buen vaso de ron entre las manos, caballo, a enseñarlo a respirar hondo y llenarse de gusto con la poesía, como buen guajiro y polo, costarricense o cubano. Que salgan más novelas de ese telar, chico, que el mundo necesita más leyendas.

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