jueves, 28 de agosto de 2014

Knausgaard y su continua batalla


Existen en el imaginario sitios o lugares cuyo solo nombre nos hace situarnos ahí. Son cercanos, casi familiares, como si fueran parte del mobiliario en nuestro comedor, aunque nunca hubiésemes respirado sus aromas y amanecido a la intemperie de sus claroscuros.  Y hay otros lugarres que atizan la sangre y el ansia de aventura. Son ambos escenarios que ya, o tenemos grabados en nuestra psique --por culpa de la dominación cultural, afirman algunos--, o que nos arrebatan con la excitación de lo exótico -- según la misma dominación cultural, insistirán de nuevo. Y aunque esto sea un lugar común -- pues bueno, por eso son lugares comunes, porque la gente los acepta sean ellos impuestos o consentidos -- no por eso deja de ser una excusa que escucho de muchos escritores, que es muy fácil hacer novelas sobre París. Y que escribir sobre Constantinopla siempre trae ya consigo un escenario repleto de misterio y lejanía que hace partir con una ventaja a las novelas que se hagan transcurrir ahí (incluso si se escribe sobre Estambul, porque aunque Estambul literariamente no significa mucho, incluso cuando uno lee a Pamuk, en realidad en el trasfondo se sabe, que la ciudad sobre la que se habla es la antigua capital de Constantino y de Solimán). Así, hay novelas de Londres y de Roma, novelas sobre Jerusalén, e incluso Guatemala (lo demostró Miguel Angel Asturias), Samarcanda o Timbuctú (Maalouf). ¿Pero Kristiansand? ¿Puede hacer uno una novela sobre Kristiansand? O para tal caso, sobre Bergen o Areland? ¿Sobre Noruega en definitiva? Es que, al fin y al cabo,  ¿qué hay en Noruega? ¿Qué hacen los noruegos? Aparte del bacalao -- y de un premio nobel bastante caído --, ¿pasa o ha pasado algo en Noruega alguna vez? Vaya. Ibsen, por supuesto, o Grieg, o Munch. ¿Algo más?


Quizás es ese viejo y trillado asunto de la universalidad, la que según Lezama Lima pasa por el patio de la casa. Si uno lee Proust a cien años del primer tomo de su obra, no es por sus descripciones de las amplias avenidas que trazó Haussmann; ni siquiera por su análisis ruskiniano de la arquitectura gótica ni mucho menos por la vertiginosa acción de su trama. Es que quien ha estado en una reunión social ha vivido lo que cuenta Proust: la deliciosa esgrima de sutilezas, sarcamos y enfrentamientos disimulados en los gestos, la entonación y los eufemismos con que se cruzan espadas y establecen jerarquías. Proust nos pasea por un mundillo de caracteres casi repulsivos en el detalle de sus múltiples defectos y que sin embargo nos resultan inolvidables porque son el tipo universal de contradicción que resultamos los humanos al sumar la miríada de pequeñeces que nos definen: el degenerado pero tan adorable barón de Charlus, la testaruda y orgullosa ama de llaves Françoise, la petulante y severa madame de Guermantes, el honesto pero dulcemente irresoluto de Saint Loup, la coqueta y decidida Odette y la encantadora manipuladora de Albertine. Y en medio de todos el tímido y acomplejado narrador, que sumerge sus dudas existenciales en el ajetreo de una vida de languidez y afanes de grandeza.

Es entonces claro que una novela no es cuestión tanto de escenarios como de entramados e identificación. Si a uno lo atrapa el frustante odisea de un adolescente tratando de colarse en una fiesta de año nuevo en la que sabe no será admitido, es porque todos hemos sufrido esa terrible ansia juvenil por la aceptación grupal, y ese lacerante despecho luego de rechazo que nos devuelve a nuestra vergonzosa soledad. No importa si el periplo del adolescente es medio de una zona rural tapada de nieve en la latitud 58 norte, y venga salpicada de nombres tan impronunciables como el apellido del autor, y que el nombre del libro sea casi insultante por su impronta histórica (pero es que no deja de ser así, ¿no son todas nuestras vidas nuestra propia lucha?). 

Quizás no exista en la prosa de Karl Ove Knausgaard la riqueza sintáctica ni la profundidad casi enciclopédica de "A la busca del tiempo perdido", pero si hay una punzante inquisitividad que es más personal que la de Marcel el narrador, porque se sumerge aún más en el cuestionamiento interno y de nuestras imperfectas maneras de relacionarnos con los demás, antes que en contentarse en suponer que las desgracias nos vienen de los otros. Es además una narrativa que no se arredra a cuestionar las cosas sobre las que se supone hoy no hay disensión -- porque toda sociedad tiene sus tabúes --, y si ahora no resulta arriesgado escribir sobre homosexualidad e infidelidad -- en parte, por supuesto, gracias a Proust--, sí en cambio lo es admitir que a veces la furia te ciega, y que has estado a punto de soltarle una bofetada a tu niña de tres años porque se niega a ponerse el pijama. ¿Que hombre puede, en lo más adentro de su conciencia, negar que esto de compartir la crianza y llevar a tu hija a una sesión de estímulo musical en una biblioteca infantil resulta un bodrio que adentro te carcome tu masculinidad por más que uno se esfuerce en decirse que el machismo es un invento tóxico que hay que superar? ¿Y que lo único que te llame la atención de la bendita sesión es que la que la dirige los cantos es una diosa nórdica a la que hace un tiempo no hubieras dudado en soltarle los galgos, pero que ahora no hace más que poner en patética evidencia que estás viejo y gordo, y que tu papel es ahora el de un pingüino buen padre? Sinceramente, uno sabe que los paseos familiares son generalmente un infierno de disputas por nimiedades que terminan en un intercambio sarcasmos secos entre vos y tu pareja:  tratar solo de sobrevivir un simple paseo en auto a un parque de diversiones es un asunto que merece reconocimiento. Y sí, estás locamente enamorado de tu esposa, la dicha te arrebata el corazón cada vez que estás a su lado, has dado el paso hacia la vida que hará feliz, aunque hayás tenido que abandonar vilmente a tu primera pareja para fundar este nuevo hogar, pero la felicidad no es asunto racional, el cuerpo no se equivoca y precisamente esto no ayuda a evitar que en el día en que tu hija ha nacido, te has detenido a admirar el cuerpo de la enfermera que te acaba de avisar que tu esposa se recupera bien del parto. Es inconfesable decirlo, que hay un extraño alivio mezclado de pronto con culpa cuando te avisan que tu padre alcohólico se ha muerto, porque por fin ha dejado de existir el referente con el que te has vivido comparando tus fracasos y flaquezas como adulto y hombre.  Y ahora no está claro, como nunca lo ha estado, si lo has amado o no -- y si adentro se grita que no, que nunca habrías podido amar a semejante monstruo, ¿por qué entonces las lágrimas que no cesan de nublarte los ojos y ponerte en ridículo ante tu hermano y los desconocidos que te topás en la calle?

La prosa autobiográfica --aunque se llame ficción, o novela--, la buena, tiene esa virtud de conectarnos con nuestro calvario interno, de hacer que el libro lea nuestra propia vida. No importa si se la adorna con la lujuriosa enjundia barroca de un cubano muy gordo y pausado para hablar, o con el shtik casi lascivo de un judío de Chicago muy bueno para pasar de sus complicadas aventuras conyugales a libros casi majestuosos en su retrato de la complicada vida del emigrante en los Estados Unidos. Knausgaard parece, al igual que Lezama y Bellow, tocar hoy con sus textos los umbrales de la literatura perdurable. Habrá que saber si logra alcanzar la medida que nos dio Johnson sobre un clásico: gustar a muchos, por mucho tiempo. El primer paso parece que ya lo ha cumplido.
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