lunes, 14 de enero de 2008

14 de enero, 2008

Domingo de luz y alergias. A la tarde, languidecer en el sofá de un buen amigo, con una corta sesión de Mahavishnu Orchestra y Grateful Dead (y la ayuda de un par de subidas). Pero el virtuosismo de MacLaughlin, Cobham y compañía, y la melodía apaciguadora de los segundos, no bastaron para aliviarme los estornudos. Fue inevitable la farmacia y por la noche el continuo flujo en mi nariz me obligó a acostarme temprano. Por suerte, tenía a Thoreau a mano. Lo sencillo como receta para escapar de la tranquila desesperación. ¿Puede uno aprender a vivir una vida sin principios? ¿Entender a la economía, el trabajo, como un medio y no un fin? El Thoreau desconocido, vago y sin objetivos (incluso para su mentor amigo, Emerson), resultó profeta de la desesperanza moderna. Quizás un faro muy brillante para su época, apenas calce hoy con la generación siempre conectada. Por mi parte, últimamente, me he percatado de lo importante que es el botón rojo en un control remoto.
Lo importante, que se acaban mis vacaciones y estos primeros días del año se han ido discurriendo con delicia y pocos pesares. Luego del frenesí navideño, el ajuste del año transcurrido me deja con sensación de satisfecho al revisar los balances, como el contento de un goloso que, panza llena, descubre al revisar la cuenta que la comilona le ha salido hasta barata. Es una bonita nota con la cual arrancar otro período, otras cuatro estaciones, quizás las últimas que pasaré lejos (aunque ahora se me hace claro, que estar cerca o lejos es un asunto de perspectiva).
Entretanto, hay planes extracurriculares: completar un libro de relatos, quizás retomar con nuevos bríos esta bitácora en abandono. Germen de una novela nueva en la cabeza y buscar editor para la que tengo guardada. Pero sobretodo, convertir la existencia en una labor de amor propio y tranquilidad.

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