viernes, 22 de agosto de 2008

¿Hasta dónde?

Lo meditaba mientras me paseaba por una calle solitaria, un domingo, en una ciudad argentina en invierno (aquí en las ciudades del interior, todavía, se estila la siesta: de 1 a 4 pm, todo cerrado; los domingos, todo el día). Mirando con calma, se notan los remanentes de la crisis que, por más que disfracen las cifras oficiales, aún persiste y se anquilosa: aceras rotas, algunos huecos en la calle, oficinas en desuso, pobreza en algunos sectores que antes fueron claramente clase media. Pero aun así, hay resabios de un empuje, de un orden. Las calles, las casas están rotuladas: huecos hay, pero no se eternizan. La basura que hay hoy en las calles, en algunas esquinas, mañana ya no estará. Los buses te llevan a todo lado, por donde uno quiera, y te cobran con tarjeta. Puede decirse que hay pruebas de la infame desidia latina (faltan monedas, algunos buses se retrasan en tener instalada la máquina cobradora, la burocracia a veces es extenuante), pero pocas veces se roza el extremo (excepto con la burocracia, lo admito). Al día siguiente, fui a ponerle unos libros en el correo a un amigo. Cuando le dictaba la dirección al funcionario de correo, no me lograba hacer entender: ¿cómo, 100 metros Norte, 300 Sur, la casa de Oscar Arias? ¿No tiene nombre la calle? Entonces recordé algo que me había dicho un amigo hacía mucho tiempo, que me fijara en las tarjetas de presentación de un costarricense: nadie pone la dirección. No se pone, porque no se necesita. O mejor dicho, porque no se cree que se necesita. Y ese, ese es el peor estado. Perder por ignorancia. Porque terminamos pagando más (como dicen los yanquis, perdemos los pesos por cuidar los céntimos):

No necesitamos tren. Nos ahorramos el mantenimiento, los empleados. Entonces, a trasladar todo por camión. Más combustible, más costos de transporte, más accidentes, menos carreteras.

No necesitamos poner direcciones. Mucho trabajo para las municipalidades el colocarlas y mucho trabajo para el costarricense el aprenderlas. Entonces, a usar el celular para encontrar una casa. Sonar la bocina del taxi. Poner un apartado para que no se nos pierda la correspondencia vital. Cruzar los dedos para que la ambulancia encuentra la casa antes que se nos muera nuestro familiar.

No necesitamos aceras. Ahorramos cemento. Más vía para los carros. Más peatones aplastados.

Todo esto se soporta porque, creo, es una tendencia que transforma en costumbre. Acostumbrarse a una situación anómala y aceptarla como regular, como lo normal.Por cuatro años o más, la ruta Guadalupe Coronado estuvo cerrada porque faltaban completar algunos metros de tubería y asfalto. Hoy se repita la historia en la la ruta Zapote, San Francisco, La Colina. Empezaron a abrirla cuando me vine para Argentina. Estoy por volver y sigue abierta. Nadie protesta. Lo aceptamos, fatalidad.

No creemos en el cambio. Es más. Se nos vuelve anatema. Del sano excepticismo, el costarricense pasa a odiar la excelencia, el areté. El ir más allá. Es claro: suerte para el mundo, que la filosofía nació en Grecia (en la verdadera) y no en Costa Rica. Estaríamos contando con los dedos aún (es decir, el resto del mundo: los costarricenses, creo, lo seguimos haciendo).

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