viernes, 25 de enero de 2008

A medio camino de Middlemarch

Los anchos aires y el sol perpendicular. El calor austral de un verano impío. Las cotorras son dulces laberintos de castañuelas sin gitanas y el mar, aunque cerca, hoy no es refugio. No sé si lo dije: en Bahía Blanca no hay playa y la billetera por ahora no soporta viajes a Mar del Plata. De por sí copada y sin aliento.

En la oficina, por suerte, existe aire acondicionado, y en la casa, a trancos largos, voy metiéndome Middlemarch por las pupilas. Es el otro extremo inglés de una época plena de escritoras (solo Dickens rompe el monopolio). De Austen a Eliot. En el medio las Brontë y su goticismo (¿existe esa palabra?). Eliot es la más cerebral. En ella, la vida empieza donde la deja Austen: en la boda. Donde Austen es sutileza y humor despreocupado que filosofa con el flirt y la compleja batalla de los sexos, en Eliot es ironía fina que disecciona y abre en tajos jugosos a la campiña y sus habitantes. Los personajes masculinos, sobre todo, son magistrales. En sus minúsculas y patéticas ambiciones, provistas de la seriedad y rectitud de la temprana era victoriana: dinero, respetabilidad y posición. Es evidente además en la prosa la pesada ilustración de la autora que, sin embargo, no atropella. Como a cucharadas, nos va dando minúsculas dosis de su veneno dulce y efectivo. Y una vez acostumbrado a los signos narrativos de juicio autorial—la mala costumbre de leer desde un siglo escéptico la literatura de otro siglo más seguro y positivo en sus paradigmas, ahora que se pretende del autor o neutralidad o al menos conciencia de su limitado punto de vista—, la novela discurre sencilla y amena. Cumple, si se quiere, aquello que exigía Chéjov: la literatura no puede explicar la vida, solo nos muestra sus inefables contradicciones a través de los personajes que las sufren. Sigue entonces la aventura de Dorotea y su hermana, del despistado doctor Lydgate y el imponente señor Bulstrode.

Entretanto, voy terminando la trilogía magna de Broch: Los sonámbulos. Pero esa es harina para otros panes.

lunes, 21 de enero de 2008

Achará con los manoseos del lenguaje (o réquiem por los periodistas de verdad)

Quizás no debería protestar. Porque un escritor debería aprovechar la siempre mutante cualidad del lenguaje. Pero en el meollo de la discusión sobre lo que es correcto e incorrecto está la necesidad de pactar la zona franca en que nos comunicamos: si usamos el lenguaje con demasiada liberalidad, es difícil entonces entenderse. La sintaxis asegura la transmisión de las ideas. El uso adecuado de los vocablos evita las confusiones. Y aquellos que viven precisamente de la transmisión de mensajes—diarios, revistas, radioemisoras, telenoticieros—deberían ser entonces los más interesados en sostener las normas para aumentar la efectividad de las ideas que proponen.

Lástima que, en vez de mejorar, basta un repaso por la alevosa forma en que nuestros comunicadores usan la lengua para ver que nuestros medios no solo refuerzan vicios lingüísticos y deforman la comunicación formal, sino que incluso, en aquellos casos en que el vicio ha devenido parte del folclor nacional (que como folclor deben respetarse en su ámbito de acción), proceden a deformarlo.

Alguien diría, quizás, que me niego a concederles un motivo más altruista a nuestros periodistas, que debido a nuestra idiosincrasia igualitaria, siguen usando en sus producciones el verbo “ocupar” en vez de “necesitar”, “casetilla de guarda” por “garita” (¿se preguntará alguien por qué La Garita de Alajuela se llama precisamente así?), “bulevar” por “paseo peatonal” (todavía recuerdo cuando bulevar, tal como lo definen la academia y el famoso bulevar de Los Campos Elíseos, eran el de Rohrmoser y el de El Bosque en San Francisco de Dos Ríos: una avenida de dos vías con una isla arbolada al centro), etc. Quizás simplemente se pliegan ante la democracia del lenguaje de la calle.

Ojalá fuera así: pero años de experiencia en salas de redacción ya me quitaron la venda hace mucho. No voy a racionalizar la evidente pereza de periodistas que no saben abrir un diccionario. Si de veras estuvieran nuestros nuevos comunicadores revolucionando el nuevo lenguaje, dando a nuestras tradiciones más peso en la “alta” cultura, ¿cómo ocurren situaciones como la de este telecomercial de tortillas, donde alguien exclama “charita” antes de la aparición de una jugosa cimarrona en la escena? Cualquier tico debería saber, excepto quizás el guionista del anuncio, que el vocablo, con todo el sabor folclórico que emana del mismo, es “acharita”, diminutivo de “achará”. (Pero tal vez, de nuevo, pienso mal, y sea este el inicio de la mutación de este vocablo, y futuras generaciones procedan a reemplazar el “acharita” aceptado por la academia, por este nuevo “charita” televisivo, así como hace poco llegué a descubrir que aquellos deliciosos “lustrados” que tanto me gustaban de niño habían pasado a llamarse “ilustrados” por decisión de alguna productora de rosquillas).

En fin, que yo hace mucho que me desilusioné de nuestros comunicadores y sus cinco años de educación. Pasados aquellos años en que un periodista se hacía a punta de teclear notas en una vieja máquina de escribir, parecería tentador suponer que la educación universitaria llevaría a nuevos niveles el periodismo local. La apuesta fue verdadera, en sentido inverso: de García Monge, Marín Cañas, Enrique Benavides, Rodrigo Fournier, pasamos a redactores que no comprenden la diferencia entre una conjunción adversativa y una concesiva, y entrevistadores incapaces de articular una oración completa sin un teleprompter (tengo algunas joyas guardadas como ejemplo que en otra ocasión compartiré por acá, aunque quizás no hagan falta: enciendan hoy su televisor o radio en cualquier noticiario y descubrirán algunas, lo aseguro).

Hoy, no hace falta mencionar la distancia existente entre cualquier medio local y diarios extranjeros como El País, La Reforma, El Mercurio o El Clarín. Y no es de extrañar que, para hablar de cualquier cosa, en Costa Rica, solo se necesite dominar algunos vocablos: mae, chiva, chuzo y chunche. Lo triste es saber que no siempre fue así (¿o no sabrá alguno de nuestros nuevos periodistas que, hace medio siglo, una de las revistas culturales más importantes del mundo hispano se producía en Costa Rica? Les dejo de tarea averiguar el nombre, que del periodista que la editaba ya hablé por acá).

viernes, 18 de enero de 2008

18 de enero

Largo día y medio de viaje desde San José a Bahía Blanca. A la noche, por fin ya en cama, tosí un poco de flema sanguinolenta. Los efectos del aire acondicionado del autobús que me trajo desde Buenos Aires, es seguro, sumados a mi descuido por dejar olvidada la suéter que traía en cualquier sitio (paradoja argentina de los buses de larga distancia: en invierno, quedarse en camiseta por la excesiva calefacción; en verano, hay que proveerse de abrigo). Me vi obligado a viajar con la cortina abierta para calentarme con el sol. Me premió entonces la vista de la pampa reverdecida: kilómetros de pastos y vacas perezosas, ovejas trasquiladas, girasoles en flor, trigales en cosecha y bosquecillos con estanques que punteaban acá y allá la llanura larga y soleada.

Fue la mejor compensación para un trayecto pesado. No sé si estamos hechos los humanos para 36 horas de viaje continuo. A veces, envidio a los viajantes pacientes de cuando ir al otro lado del mundo tomaba meses en vez de horas. Tenían tiempo para los ciclos vitales. Ahora, nos castigamos con siestas cortas en asientos de vehículos maravillosamente rápidos e incómodos, hacer espera en aeropuertos, estaciones de tren y autobús repletas de vacacionistas estresados, gente maleta en mano que solo ansía llegar más rápido allá y acá. Para aprovechar el tiempo, dicen. Lejos los días de Thoreau, donde el viaje incluía el disfrute (yo lo viví un poco, los antiguos paseos en ferrocarril a Puntarenas, donde el trayecto era lo que más me emocionaba: la cambiante vista a paso cansino, las vendedoras que subían en las paradas, cargadas de marañones y cajetas). Entiendo entonces que el escritor viera más con sus incesantes paseos por Concord que los que ya rastrillaban Estados Unidos y el mar en afanes de comercio, esperando obtener de sus preocupaciones a futuro la oportunidad de tenderse algún día a disfrutar la existencia y hacer versos.

Sin embargo, ir más rápido, hablar más lejos, parece que construye más trampas y cárceles que paraísos. Gracias a las maravillas tecnológicas, ahora sabemos más sobre la vida privada de la princesa Adelaida (Britney Spears la llaman ahora) que de nuestras hermanas, y hay tarjetas de plástico que nos empeñan la vida por una semana debajo de una palmera. Y lo primero que hacemos, al estar bajo la palmera, es quejarnos de que la red inalámbrica del hotel no llega hasta la playa, para poder verificar nuestro correo electrónico y no descubrir que la tarjeta milagrosa nos ha vuelto esclavos de 51 semanas de trabajo de sol a sol para pagar la sombra bajo la palmera, y la computadora (o el celular) que nos trajo las malas nuevas.

¿No resultaba mejor entonces aquel viaje pausado en tren?

martes, 15 de enero de 2008

15 de enero, 2008

Con una tarde de azul mercurio, termina mi último día en San José y tengo la valija a medio hacer. No alcanza el tiempo para despedidas y reencuentros: siempre algo/alguien queda afuera.

Me voy con la cabeza llenas de impresiones y reflejos de un país que sabe distinto en mi nostalgia, y ratifico una vez lo traicionero de mi memoria. Es bueno saber que la natilla, el ceviche, las tortillas y las mujeres ticas siguen igual de buenas: pero ahora hay otras cosas que no me han sabido ya tan rico en este reencuentro. Fueron escasos días, pero quizás porque traigo lentes distintos, porque mal que bien vivir fuera se te mete en la sangre, de pronto Costa Rica me parece ahora menos ideal. De pronto, hallo feas la miríada de urbanizaciones que se van colgando de los antiguos cafetales, la colección desordenada de rejas y tapias en que nos encerramos a vivir, los embotellamientos, la basura en las calles y los parques, el fétido aroma de nuestros ríos y el proverbial matonismo de nuestros automovilistas. Hallo feo el Jacó transformado en paraíso inmobiliario para turistas sexuales, las costas taladas en Punta Leona, Herradura y Papagayo para abrir megahoteles y cercar playas antes públicas. Encuentro los helados de la Dos Pinos una estafa (¿donde quedaron el maní y el chocolate de los Krunchy Krisp?) y un robo que me cobren 3000 pesos por un pinto con huevo en cualquier soda de pueblo. Que en cada intersección haya gente que viva de lo que pueda vender y en la calle cada vez más niños durmiendo entre cartones y meadas de alcohol digerido. Hallo incomprensible que un metro cuadrado de tierra no baje de 150USD y una casa promedio 50 millones de revaluados colones. Que el dólar se deprecie y los carros suban automáticamente de valor.

Y sin embargo, es un milagro que siga siendo un país con esperanza. Un amigo cubano/tico me afirmó, que en la actualidad, un 30% de la población del país no es nacida en este suelo. (No sé si es cierto, pero ya incluso un 10% suena convincente a primera vista de cubero: ¿habrá una estadística oficial de tanta gente que se ha venido para acá?). Me cuesta creerlo pero es cierto: tanto nicaragüense, colombiano, venezolano, gringo, latinoamericano, europeo, parecen reafirmar con su sola presencia la hipótesis de que, incluso con aquellos defectos, hay lugares donde parece peor la vida que en Costa Rica. La cuestión es: ¿cuánto más seguirá siendo vivible mi país? Yo me escapo por otro año. Espero que aguante al menos doce meses más.

lunes, 14 de enero de 2008

14 de enero, 2008

Domingo de luz y alergias. A la tarde, languidecer en el sofá de un buen amigo, con una corta sesión de Mahavishnu Orchestra y Grateful Dead (y la ayuda de un par de subidas). Pero el virtuosismo de MacLaughlin, Cobham y compañía, y la melodía apaciguadora de los segundos, no bastaron para aliviarme los estornudos. Fue inevitable la farmacia y por la noche el continuo flujo en mi nariz me obligó a acostarme temprano. Por suerte, tenía a Thoreau a mano. Lo sencillo como receta para escapar de la tranquila desesperación. ¿Puede uno aprender a vivir una vida sin principios? ¿Entender a la economía, el trabajo, como un medio y no un fin? El Thoreau desconocido, vago y sin objetivos (incluso para su mentor amigo, Emerson), resultó profeta de la desesperanza moderna. Quizás un faro muy brillante para su época, apenas calce hoy con la generación siempre conectada. Por mi parte, últimamente, me he percatado de lo importante que es el botón rojo en un control remoto.
Lo importante, que se acaban mis vacaciones y estos primeros días del año se han ido discurriendo con delicia y pocos pesares. Luego del frenesí navideño, el ajuste del año transcurrido me deja con sensación de satisfecho al revisar los balances, como el contento de un goloso que, panza llena, descubre al revisar la cuenta que la comilona le ha salido hasta barata. Es una bonita nota con la cual arrancar otro período, otras cuatro estaciones, quizás las últimas que pasaré lejos (aunque ahora se me hace claro, que estar cerca o lejos es un asunto de perspectiva).
Entretanto, hay planes extracurriculares: completar un libro de relatos, quizás retomar con nuevos bríos esta bitácora en abandono. Germen de una novela nueva en la cabeza y buscar editor para la que tengo guardada. Pero sobretodo, convertir la existencia en una labor de amor propio y tranquilidad.
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