
Para mí son como efectos paralelos de alegría, la de toparse inesperadamente con un escritor y llegar a la parada en el mismo momento en que aparece el autobús. Asunto de la casualidad. Yo iba buscando al narrador de American Psycho y Less Than Zero. Porque quería leer a un autor norteamericano que me fuera contemporáneo (lo había hecho sin arrepentimiento con Franzen y sus Correcciones, la supuestamente más grande novela americana, otra más, como Underworld, o The Bonfire of the Vanities). Ahora, por supuesto, yo conocía el efecto Amazon: quienes compraron este libro, también compraron el de Juan. Pero yo tenía, en el fondo de la oreja, el tintineo del nombre. David Foster Wallace. Y ahí estaba, con mi tarjeta al frente, doble filo de plástico: vamos a darle.
Y se vinieron. Brief Interviews with Hideous Men y Oblivion. B. Easton Ellis quedó luego en la lona. No pasé más allá de 30 páginas en ninguna de sus novelas (de American Psycho rescato los consejos para una buena afeitada). D. F. W. (como dicen que le decían) fue más violento. No me soltó del cuello. Y la simple y sencilla alegría de tomar el autobús esperado sin esperar se transformó en un viaje hacia una prosa deslumbrante, hacia un narrador nato capaz de tenerte atado a la página con grilletes de seda. Que alguien sea capaz de clavarte con un cuento sobre ronquidos que no dejan dormir, con uno sobre el estudio de mercado de un pastelillo (cuyas muestras planea quien dirige el estudio llenar de veneno), sobre la capacidad de un veterano del Golfo de cagar obras de arte, en el recuento desde el más allá de un suicidado que se consideró siempre un impostor (¿lo habrá leído, Wallace, a Machado de Assís? improbable, el tono es tan distinto, y sin embargo...), en el asfixiante relato de una paciente bipolar (cargado de pedantes notas psicoanalíticas al pie, de un vaivén igual de exasperante al del relato principal), no sé, conozco pocos con ese talento. Quizás Poe. En fin. Fue Wallace un tipo que supo navegar el mal, lo recóndito de lo humano/oscuro. Sin excusas ni finales justicieros. Que aplicó la fórmula de Chejov, la de que la literatura no puede explicarnos el mundo, solo presentárnoslo tal cual es. Todo envuelto en un lenguaje elaborado, a veces enrevesada y deliciosamente proustiano, a veces artístico como el de Nabokov en su mejor inglés, con un humor negro pero también candorosamente cercano a la chanza perpetua de Rushdie. Lejos, muy lejos, del mal estilo taquigráfico que algunos se empeñan en decir que aprendieron de Hemingway.
Entonces, cuando vino la noticia, la de su suicidio, yo ya lo tenía en mi panteón. Sin haber leído la que dicen es su obra maestra, su novela de primerizo, Infinite Jest. Un escritor como esos que aún produce la narrativa yanqui y que los editores yanquis y anglos aún publican e incluso venden bien (yo me imagino, por estos días, a Cortázar aparecerse por alguna editorial en castellano, digamos con Bestiario, por no decir Rayuela, la patada en el culo que le darían).
Así me vino el shock. Pocas veces me pasa, que me afecte así la muerte de un escritor (algunos lo comparan con Cobain, puede ser: estrellas fugaces que iluminaron poco y demasiado, porque se fundieron en un solo esplendor). Será porque, luego, rumiando, descubrí que ahí estaban las pistas, en sus cuentos-noveletas. La depresión, la mentalidad obsesiva, la angustia. Como alguien que ha caminado por el borde de ese precipicio, sé lo que debe sentirse caer: como el único alivio a mano. Wallace era en sí un libro abierto. Del que no se abrirán nuevas páginas.