lunes, 22 de junio de 2009

¿Y cómo cambiamos?

Los acontecimientos se suceden con tal frenesí que resulta difícil no sentirse tan rápidamente abofeteado como para percatarse de quién ha sido el responsable de freirte a punta de galleta las mejillas. Y si bien a veces, en el breve interregno de anonodamiento posterior al cachetazo, puede caber un súbito instante de cognición, de aquello que Joyce llamaba la Epifanía, lo típico es que la furia/frustración del asalto más bien nos ciegue con una venda de humillación e impotencia. La sucesión de las malas noticias crean un ambiente de catástrofe, quizás inflado, pero tangible. Y aunque siempre queda esa esperanza, la de que por una vez la venda caiga y nos revela en un flash luminoso la verdad junto con las ansiadas respuestas (esas que se refleja oblicuamente en el común denominador de nuestros males), normalente debemos conformarnos con un pispear dificultoso por entre la venda apretada. Volviendo a la cachetada, enlazo aquí como ilustración, en uno de mis blogs favoritos, el maremágnum de sentimientos y reacciones producidas por la eliminación de la restricción a los vehículos. ¿Pero, no es posible, luego de un breve análisis del post y sus comentarios, descubrir un patrón que, si lo analizamos más a fondo, sea quizás la misma causa de nuestros pesares? Por mi parte, luego de llegar al comentario quinceno o décimo sexto, hubo algo de luz: la tendencia de quienes respondían a la frustrante noticia a descargar en otros las acciones necesarias para reparar lo que percibían como injusticias, o pero aún, un aletargamiento en un complejo ir y venir de culpas y análisis post-factum para justificar lo ocurrido. Quizás, porque los humanos tenemos esa tendencia a los ajustes de cuentas y los justificativos, como si no fuera mejor, antes que debatir por qué nos hemos caído en un charco de estiércol (me robo de una película francesa la imagen), salirnos del mismo y, luego sí, estudiar las razones de nuestra caída para evitar otra.

No descalifico por ello los comentarios. Yo mismo soy proclive a tomar los rumbos de la crítica antes que de la reflexión. Y ciertamente, el meollo de gran parte de la discusión en el blog citado se centraba en un dilema nada sencillo de resolver: definir la primacía entre los derechos del individuo versus los de la sociedad en que habita. Nada sencillo: desde La República platónica al menos se viene tratando de dilucidar el tema. Pero el punto no está ahí, al menos para mí. Es decir, no en si es imposible zanjar la cuestión individuo-sociedad, sino en que para volver útil la disputa es necesario un cambio en la receta de la discusión. Puede que hallar la solución sea imposible de todos modos, pero menos posibilidades tienen las discusiones escolásticas de resolver problemas como el anterior. Antes que los silogismos sobre el sexo de los ángeles, ¿no es mejor partir de alguna premisa, aunque equivocada (¿y quién, en definitiva, puede saber si son correctas o no si no se comprueban antes?) y no inmobilizarnos ya sea en el fatalismo medieval (“Dios lo quiere así”) o en una retahíla de argumentos y contrargumentos que, aunque brillantes, no sacarán a nadie del embotellamiento de tránsito por si solos?

Este asunto me trajo inevitablemente a la memoria las imprecaciones de Thoreau contra sus contemporáneos: la ruidosa indignación moral de tantos contra la esclavitud en los estados del Sur de EE.UU. y la hipócrita guerra contra México, que se concluían con un resignado: “Pero en fin, ¿qué le vamos a hacer?”, y un orgulloso “Además, no es nuestra responsabilidad”, para continuar luego con sus negocios habituales. El fatalismo santulón que sufrían aquellos yanquis del siglo XIX es lo que sufrimos nosotros: no solo es malo que el gato ande sin cascabel y que nadie se atreva a ponérselo. Lo peor es que vivimos con la ilusión de que alguien, algún día, mágicamente, se lo pondrá sin que nosotros debamos tomarnos la molestia. Y mientra tanto, vivimos apesadumbrados porque el milagro no ocurre (pero claro, a gusto con nuestra conciencia tranquila de buenos e intachables ciudadanos). Encerrados en nuestra creencia de que la representatividad democrática funciona como artilugio maravilloso, esperamos que el sistema responda sin asumir la responsabilidad de que el sistema lo formamos nosotros. Y si alguien, de pronto, da sorpresivamente con el hallazgo, y proclama: Pero esto lo podemos arreglar, no faltará quienes exijan pruebas y se planten en la acera de enfrente a exigir primero un acuerdo unánime, como si un barco se dejara de hundir solo porque todos en el mismo se deciden a exigir al unísono que no lo haga. ¿Por qué esperar a ponernos de acuerdo para salvar el barco? ¿No podemos, todos, con nuestras escasas fuerzas, ofrecernos como voluntarios para tapar al menos uno de los huecos en el casco con nuestras manos? Algunos los taparán bien, otros quizás no tanto, pero dudo que pocos, al final, lo hagan tan mal que el barco no se salve. Quizás, incluso, algunos aprenderán y podrán enseñar a los demás, y así aparecerán nuestros verdaderos guías y no los iluminados patéticos de palabra fácil que seguimos ansiando como salvadores y líderes, para que nos digan qué hacer y cuándo hacerlo. ¿Somos acaso ovejas, como decía Franz Fanon, para necesitar pastores? ¿Es que no podemos, con el limitado alcance de nuestras fuerzas, arrancar el proceso de cambio nosotros mismos?

Insisto: no importa si nuestro esfuerzo es quizás errado. Al fin y al cabo, la multiplicidad de posibles respuestas al problema humano, a todas luces irreconciliables para un sencillo ser como quien escribe, obligarán a tomar partido entre las propuestas (que en mi caso, como puede resultar obvio, pasa por el enfoque individualista y civil que propone Thoreau y que desarrollaron en sus luchas Gandhi y Martin Luther King, condimentado con algo de la libertad negativa de Isaías Berlin). Pero dicha esfuerzo individual, en un sistema democrático, bien puede construir entonces, a través de la interacción con las definiciones y acciones individuales del resto de los ciudadanos, en una solución colectiva que satisfaga a la gran mayoría. El resultado es más que la suma de las partes. Es el principio formativo de una democracia participativa: aquella en que sus ciudadanos escapamos al facilismo de la opinión y las quejas, y tomamos en nuestras manos una pequeña parte de la acción

No se entienda por esto que es éste es un llamado anárquico. Creo en el orden. Un orden que viene del equilibrio y el consenso entre organismos con sentimientos que, a veces, somos capaces de razonar. No reniego entonces del Estado, porque entiendo, como lo define Thoreau, que éste debe ser ante todo un ente facilitador, que resulta conveniente por la necesidad colectiva de regular las relaciones de derecho público y privado entre individuos. La ironía—que no se le escapó a Thoreau como no se nos escapa a quienes sufrimos al Estado costarricense—es que normalmente el Estado deja de ser un facilitador para convertise en lo que llama mi amigo Fernando Nuño: una máquina de impedir. Algunos países, quizás cegados por la premura de sus conflictos, optan por soluciones titánicas para compensar ese anquilosamiento: refundar el estado, reescribir la constitución, o traerse el sistema abajo para empezar de cero. Una inútil lucha por demás: la tendencia al obsolescencia es ineluctable, y la continua refundación por otra parte puede destruir equilibrios benéficos a los que solo se ha llegado tras procesos sociales de larga data, y cimentar líderes oportunistas y coyunturales con afanes megalómanos (Sin dejar de lado un hecho contundente e irrefutable, para aquellos que defienden los movimientos revolucionarios, de que en algún momento debe parar cualquier revolución: desde un sentido meramente físico, vivir en una completa girar ya es una renuncia de antemano a la igualdad entre individuos, el que hoy está arriba, mañana estará abajo, pasado mañana arriba, pasado pasado mañana abajo otra vez... excepto por el Gran Líder, ese queda siempre arriba...). Paradójicamente, son aquellos países más conservadores en el proceso de cambio de sus Estados, pero donde los individuos tienen una mayor libertad e injerencia en el funcionamiento de los mismos—aquellos que avanzan a cuenta gotas en las modificaciones estructurales y legales de su ordenamiento, y donde sus ciudadanos inciden más en la definición de los pequeños asuntos del devenir diario—, los países que han logrado un sistema más equitativo para la mayoría de sus ciudadanos. Pienso en Gran Bretaña (con un sistema parlamentario de siglos, sin más constitución que un acta firmada por Juan Sin Tierra a un montón de nobles sajones de pocas pulgas), o los EE.UU. con su constitución de finales del XVIII. Aún más paradójico. Esta misma Costa Rica inamovible de la que hoy nos quejamos, con un Estado y una constitución estable para todos los fines prácticos desde 1871, que solo ha ido incorporando sus modificaciones –no siempre benéficas, es cierto—luego de arduos procesos de trabajo y participación conjunta (como el pasado TLC con EE.UU.), es la que, pese a dicha aparente inamovilidad, posee una sociedad envidiable comparada con el resto de nuestros vecinos—con serias falencias aún, no lo niego.

Entonces, el asunto parece no pasar tanto por la inamovilidad, o por moverse demasiado rápido, sino en aprovechar la estabilidad del sistema para promover el cambio positivo, no nocivo (suena, un poco, a ingeniería de control de sistemas). Pero desde la perspectiva individual—al fin y al cabo la que nos importa y sobre la que tenemos alguna decisión—, el asunto es ser sinceros sobre nuestra capacidad de cambio, y ser conscientes de hasta donde llega nuestra noción de sacrificio y aceptación de responsabilidad. Hay alternativas. La primera opción es la política. Y en una democracia, esta opción debe serlo aún más: la participación ciudadana no debe limitarse a emitir un voto y a opinar. Si se coincide en que los políticos, los dirigentes que tenemos no funcionan (ese omnipresente “no hay por quien votar”), entonces la opción es postularse uno mismo. El sistema político nacional provee de cientos de puestos elegibles, a nivel del gobierno nacional o municipal. También son elegibles, mediante concurso, todos los puestos de función pública. Y si no se puede/desea formar directamente parte del Estado, es posible actuar a través de los grupos paralelos que también conforman a nuestra sociedad, como los sindicatos, las asociaciones solidaristas y de desarrollo, los clubes deportivos y sociales, los cientos de ONGs existentes. Si todos los ciudadanos actuamos—si todos ponemos nuestras manos sobre alguno de los agujeros del casco—, será posible remover esta masa inercial y hacer evolucionar nuestra sociedad hacia una más justa y beneficiosa para cada individuo: salvar el barco. Hablar –tal como lo hago ahora—es gratuito. Si tan solo lográramos transformar nuestras bien fundamentadas quejas en un poco de acción...

martes, 9 de junio de 2009

Y bien...

Fueron cuatro años. Los resultados que importan están en estas fotografías y, sobre todo, en la memoria (habría que sumar muchos papeles: como si la vida pudiera atraparse en un ir y venir de certificados y firmas legalizadas). Me preparo para el regreso y las muchas nostalgias que me van a quedar. Un país siempre te marca, especialmente cuando hay cariño de por medio.

En todo caso, aquí están: fotos de los circuitos hechos y comprobados, y de parte de la mucha gente que me apoyó para lograr mis objetivos. Falta la dulce sensación, irreproducible, la de ver que algo hecho con tus manos funciona (y adentro el confort de los muchos amigos y amigas hechos en el transcurso). De izquierda a derecha y en orden descendente:
a. Banco de pruebas para detector de sonidos impulsivos tales como disparos armas de fuego.
b. El detector encapsulado.
c. El detector por dentro. Un banco paralelo de filtros de ondita y una unidad de cálculo de energía.
d. Un localizador de fuentes sonoras.
e. El localizador en el campo de pruebas.
f. Otro localizador, basado en un filtro lineal de Kalman.
g. Banco de pruebas del localizador de Kalman.
h, i. Finalmente, parte de mis amigos del laboratorio en Bahía Blanca y de Mar del Plata, que por cuatro años me soportaron entre ellos. A ellos un gran abrazo.

















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