sábado, 18 de noviembre de 2017

Inocencias perdidas

Escucho y leo últimamente los comentarios de muchos, en la calle, la prensa, las redes sociales. Con desazón y amargura, parecen girar la mayoría alrededor de un sentimiento mutuo de desilusión con el país en que creían vivir. No importa que a veces la desazón se disfrace con carcajadas por las imágenes de un magistrado tambaleándose en su baile ebrio con una valija de rueditas, esperando por abordar un vuelo internacional (y cuya imagen me trae a la memoria los pasos tembleques de los cerditos de la granja animal de Orwell, cuando decidieron que caminar en dos patas era mejor que sobre cuatro): en el fondo, son risas con sabor a hiel y desamparo. Y admito que me asombra incluso, que la clasificación nacional para una competencia global de patear bolas (capaz de lograr en una noche de frenesí descocado que una mitad del país se olvidara de la otra mitad que se anegaba bajo las aguas de Nate), no alcance a acallar las voces de tanto desengaño anonadado a escasos meses de elegir a quienes nos gobernarán por cuatro años más.

Pero es que en mi caso, ese desengaño hace rato que cicatrizó. Y puedo decirles precisamente cuando fue que vine a tomar conciencia de que en Costa Rica hay algunos mucho más iguales que los demás. Es más, puedo hasta darle rostro y cuerpo a los días de mi esclarecimiento, que  en mi recuerdo se encarnan en la figura de un señor de bigotito entrecano, algo encorvado, de una edad rayando en la que tengo yo ahora. Un hombrecito quizás insignificante, que va subiendo solo, sin escolta policial, la cuesta frente al edificio de apartamentos donde vivía yo entonces. Al final de la cuesta, estaba la Cámara de Turismo, y unos metros más allá, sobre la ruta vieja hacia Zapote, estaba la licorera donde el hombrecito se proveía de whisky y ron, o cervezas quizás. Conjeturo que era su  intención la de paliar así el cáncer terminal por el que, rezaba su sentencia judicial, le había sido concedido el arresto domiciliario en la casa de la que supuestamente no podía salir, a dos cuadras del Colegio de Abogados y Notarios. Fueron varios años de verlo en su transitar, sin que se notara el efecto degradante de aquel cáncer en la nariz que, según los dictámenes médicos que justificaron la decisión de los justos jueces, debía llevárselo a la tumba en escasos meses (si bien tardó dieciocho años desde su dictamen en lograr su mortal cometido, y es que supongo que los milagros existen también para los altos funcionarios judiciales). A veces, mi vecino Joe, desde su ventana, saludaba con su tonante voz de bajo al hombrecito: "¡Asesino! ¡Sinvergüenza!". Pero el hombrecito no devolvía nunca el saludo (y tampoco sé si sentía aquella mentada vergüenza o no: no se le notaba al menos en el semblante impávido ni tampoco en su paso que parecía quizás demasiado ágil para un moribundo).

Aquel hombrecito, hacía algunos años, había acribillado a mansalva a un estudiante de Derecho egresado de la UCR, en medio de un turno, en La Pacífica de San Francisco de Dos Ríos, cerca de mi casa paterna. Dicen que lo había alentado su esposa a defenderse de la afrenta. Dicen que fue a razón de una disputa: minutos antes, el estudiante, Leonardo Chacón Mussap (con cuya familia no guarda relación alguna la mía) había intercedido en defensa de una mesera, en uno de esas cantinas precarias que antes se montaban en los turnos de pueblo. Dicen que un hijo del hombrecito la insultaba, cuando Leonardo intervino. Dicen que el hombrecito se volvió a su casa, azuzado por su mujer. Dicen que volvió con un revólver o una pistola, y que le vació el cargador por la espalda al muchacho. Y que luego se volvió como si nada a su auto y se fue con su esposa del lugar. Y habiendo tantos que decían lo mismo (creo que a eso lo llaman testigos presenciales, pero es que mi ignorancia del derecho últimamente parece ser cada vez mayor), no quedó otra a los jueces que lo juzgaron a su ex compañero de trabajo, que condenar como culpable de homicidio simple al hombrecito y a su mujer como instigadora.

Creo recordar que a la señora nunca la encarcelaron. Y hubo después noticias de que al hombrecito lo alojaban en la biblioteca del centro penitenciario donde debía guardar prisión, lejos de las celdas de los reclusos comunes (esos que provienen de los barrios bajos, como enseñaba en su clase por aquellos mismos años mi profesor de ética, Mario Alfaro, porque los delincuentes de clase alta viven en lugares de más alcurnia). Pronto le sobrevino al hombrecito la fulminante enfermedad que motivó la misericordia de sus ex compañeros laborales y, pasados los años de su libre prisión domiciliaria, el antiguo director administrativo de la Corte Suprema de Justicia recibió su adecuada jubilación, mediante un caritativo fallo de nuestra Sala Constitucional (muchos de sus magistrados viejos amigos del hombrecito, pero por favor don Mario, no se sobresalte, espero comprenda lo equivocada que estaban sus clases, que como aclaró hace poco ante el Congreso el actual presidente de nuestra Corte Suprema, la ética está por debajo de la ley). Así se murió el hombrecito, tras su cruenta y despiadada dolencia, a los 71 años, castigo divino afirmarán los que sostienen que dios no olvida, por haber fusilado a un joven de 33 años, casi un cuarto de siglo atrás. No me vengan entonces con escandalizarse por redes de contubernios, nepotismos y favores políticos en nuestro tercer poder republicano. ¿En que país han vivido estos últimos años? ¿Acaso el más feliz del mundo?

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