El ocaso de los mitos
Edward Snowden vive en un aeropuerto.
Trayvon Martin está muerto. Snowden es rubio, la barba que siempre
lleva de escasos días bien delimitada con cortes precisos de navaja,
detrás de los lentes angostos un par de ojos que miran
inexpresivamente y un cuerpo pálido y esmirriado: es un Bill Gates
en sus veinte, aunque alguien diría más atractivo (al menos lo
suficiente para ligarse una novia campeona del baile de caño,
acróbata de ojos claros, rostro hermoso y un cuerpo atlético
expuesto en ropa interior en decenas de fotos publicadas en su propio
blog: la extrovertida chica en lencería, novia del tímido protector
de la intimidad personal). Martin, debajo de la capucha, miraba más
bien con ojos dulces, sus labios gruesos tenían aún el brillo
infantil de un muchacho que aún no alcanza la hombría, el pelo
crespo negro y corto, la tez limpia de espinillas o granitos, algo
tan poco común en un adolescente yanqui, y un cuerpo también
esmirriado, que a primera vista parece escaso debajo de las hombreras
de jugador de fútbol americano del equipo de su escuela. Al primero
lo persiguen porque creyó, quizás de una manera en extremo ingenua
–pues algunos arguyen que este derecho no está realmente
respaldado a nivel mundial: su invocación a las conclusiones del
juicio de Nuremberg y al Declaración Universal de Derechos Humanos
son para muchos criterios endebles– , que no hay derecho a que un
Estado espíe nuestra intimidad. Al segundo lo mató un vigilante
civil, que creyó que el adolescente de diecisiete años actuaba de
manera sospechosa, mientras caminaba por un residencial en Florida de
vuelta de una pulpería donde había comprado caramelos para su
hermanastro.
Para justificar el embrollo en que se
ha metido el primero con su madre patria, habría quizás que aplicar
el dictum del taciturno Spock: las necesidades de la mayoría
tienen más peso que las de las minorías (excepto en el caso de los
banqueros). Proteger al Estado –es decir, a la colectividad, si
creemos que un Estado realmente representa a un pueblo – está por
encima de las necesidades de cualquier individuo.
En el segundo caso, será cuestión de
torcer un poco el argumento para llegar a la misma conclusión. Un
vigilante protege a la colectividad (aunque la misma policía
aconsejara a este vigilante no seguir al adolescente), y por esa
responsabilidad voluntariamente asumida, está entonces en su derecho
de interpelar a quien considere sospechoso, aunque lo sea únicamente
por el tono de su piel (así como el Estado, en aras de protegernos,
puede espiar sin límite a los que cree que pueden hacernos daño).
Siguiendo la cadena de razonamientos entonces, Zimmerman, determinó
el jurado, tenía derecho a defenderse y matar a Martin (no importa
si fue Zimmerman quien inició confrontación con un arma de fuego en
la mano; es solo un detalle, al menos para el jurado). Y por tanto,
Estados Unidos tiene derecho de arrestar, juzgar y condenar a Snowden
por revelar que el Estado escucha sin permisos judiciales a
prácticamente todo el mundo.
Las historias de un hombre joven y de
un adolescente, ambos sin ninguna de las trazas que harían
suponerlos amenazantes o peligrosos, han abierto dos ventanillas por
las que podemos esculcar la realidad detrás del mito igualitario y
progresista de una Nación que se dice líder del bienestar humano.
Pero también ofrecen un contraste lapidario de lo que significa el
origen étnico. A Snowden lo persiguen por haber cometido un acto
voluntario y con consecuencias. A Martin, le han matado por lo que
era –un adolescente afroamericano--, no por lo que hizo o dejó de
hacer. Habrá que preguntarle a cada uno de los jurados: ¿cuál es
la forma correcta de reaccionar ante un hombre que se nos acerca
pistola en mano? ¿Dar la vuelta y simplemente alejarse caminando,
como dijo una de las que absolvió a Zimmerman? Y... eso es
precisamente lo único que hacía Martin el día que lo asesinaron:
caminar.