viernes, 2 de mayo de 2008

Jane Austen y Qohelet

Tomar el toro por los cuernos. Hundirse en la dulce anomia del fatalismo. Mi amigo Heriberto dijo una vez que Eclesiastés puede ser un libro proto-existencialista. Su celebrado segundo versículo puede que ya solo le dé la razón a mi amigo: “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo vanidad”, de la versión de Reina Valera, tan emparentada con la del rey Jacobo inglés, lejos, lejos, en las antípodas de la insulsa “Nada tiene sentido” de la versión latinoamericana. Qué lejos también de la seguridad de tantos salmos, de tantos otros libros bíblicos, donde el mundo se rige claro: Dios manda y decide. Al justo le espera lo bueno. Al impío la condenación. Solo Job (el largo poema intermedio, no las sencillas introducción ni conclusión) parece emparentarse con esa visión que yo, más bien, llamaría epicúrea. Dios decide, no está en el hombre conocer, justificar, siquiera entender esa decisión. En el Nuevo testamento, solo el Sermón de la montaña en Mateo parece heredar esta corriente de pragamatismo judeo clásico: limitarse a vivir el día, abandonarse a la providencia. No en balde, son mis tres tractos favoritos, algunos salmos aparte, el Cantar de los Cantares-inevitable canto de celebración al amor- y la frase lapidaria de Juan (Jn 8,32) : “La verdad os hará libres”. Verdades en hierro y acero.

Quizás por ello también entonces, con semejante carga filosófica, me sea difícil apreciar una novela que no transite la incertidumbre humana sin recetas. Me frustró por ello el final de Sense and Sensibility: la mano de Austen, evidente, forzando un final que ni siquiera en la versión fílmica es creíble. ¿La dulce y alocada Marianne, enamorada y sosegada señora del aburrido coronel Brandon? Podrá parecer lo correcto, es lo que uno quisiera, ¿no? Que los hombres “buenos”ganaran las mujeres bellas. No los Byron demoníacos, los Willoughby despiadados, desgracia de tanta doncella. Pero el mundo no es así. El corazón femenino es un misterio: los Don Juan ganan y no hay novelista que lo pueda disfrazar (y si alguna mujer me increpa, está en lo cierto: las Cleopatras también se roban a menudo los hombres de las Penélopes). Claro, entonces, ¿dónde la justicia? Hmm. Lo dejo para la próxima. Tengo que darle al comentario de Hombres de maíz, de Asturias.

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